miércoles, 23 de febrero de 2011

Oda a lo inconcluso

Ya casi no escribo, pero no es que no piense cosas importantes. De hecho, en este tiempo me he ocupado especialmente de una cuestión. Necesito encontrar a un filósofo o un referente ideológico famoso que reivindique el valor de la gente de mi tipo: los que hacemos las cosas a medias. Tiene que haber...

Mi ilusión era convertirme en un “Yosiempiezoalgolotermino”. Y creí que iba a pasar, pero no sucedió. Y ahora quiero valorarme así como soy.

De chica me encantaba ir al río, pero a mamá le embolaba llevarme. Me decía: “si lavás todos los pisos te llevo”. Y yo arrancaba con todo el ímpetu y mucho detergente, mucha espuma y todo… Pero antes de llegar al baño me cansaba, me aburría, dejaba todo enjabonado y me sentaba nomás…

Muchas veces venía Joselito (el hijo del almacenero de al lado) y los terminaba él y mamá nos llevaba a los dos.

Pero, algún valor tiene que tener el piso lavado en parte, la mitad del ropero arreglada (con su otra mitad metida para lavar aunque esté limpia)… Algún valor debe de tener la verdura que corto chiquititita antes de aburrirme y empezar a poner todo en mitades.

Porque aunque no se vea el producto final previsible, ahí hay un aporte energético que se hace al Universo ¿o no? Y si se mira de otra forma, el que tiene que terminarlo solo debe poner el 50% de la energía. Como Joselito en el ejemplo del río, sin ir más lejos.

Ahora nomás me pasa que, desde que encontré el sitio de ver pelis online que se corta a los 72 minutos, he agarrado la onda de verlas hasta ahí... No veo finales, pero me los imagino ¿Y qué? He visto muchos más comienzos que los “todolotermino”. Algún valor tiene que tener eso…

Otro ejemplo: me anoté en el club para aprender a nadar, pero me aburrí de intentar respirar y patalear y todo a la vez. Entonces sigo yendo a la piscina, pero agarro siempre el panchito de polifón que te dan al principio para flotar. Si algún profe me comenta algo en el sentido de avanzar sola, miento que estoy empezando ese día. Porque… si puedo andar con el panchito, ¿por qué hay que aprender a nadar del todo? ¿eh?

Necesito un soporte filosófico, alguien que me ayude a gritar con orgullo: “Yo, si empiezo algo, no lo termino jamás”. Soy coherente. Incluso si hablamos de amores. Lástima que en ese plano siempre me cruzo con algún Joselito que viene y le pone fin.

domingo, 20 de febrero de 2011

Memoria selectiva

Mi hermano tiene la mejor memoria que conocí nunca. Puede recordar un jingle que escuchó a los seis años, aprender poemas largos en dos lecturas o cantar canciones del Cuarteto la tercera vez que las oye.

Yo no tengo ese tipo de memoria, pero tengo otro que es peor. Porque me ahuyenta a los tipos. Se podría decir que tengo Memoria homoanecdótica.

Si salgo con un pibe, cada bit de información que me da (hasta el más nimio, que ya es un decir cuando uno habla de bits o de pibes) se me almacena de por vida... No lo puedo evitar.

Y como solo me relaciono con tipos que tienen mucho miedo al amor, ellos interpretan la fijación de sus anécdotas en mi memoria como un indicio de que estoy enamorándome… Y se van.

Para mí es muy común tener diálogos como este:

Él: - Mamá no está porque se enfermó la tía Juanita y fue a verla.
Yo: ¿Juanita, tu tía de Paysandú?
Él: ¿Cómo sabés que mi tía Juanita vive en Paysandú?
Yo: Vos me lo dijiste.
Él: Pero si yo nunca te hablé de mi tía Juanita.
Yo: ¿Cómo no? ¿Cómo iba a saber que tu tía Juanita vive en Paysandú si salgo con vos hace dos semanas? ¿Quién me lo va a decir?
Él: ¡No séeeeeeee! Por eso mismo me parece raro…

(Acá algunos creen que les puse un investigador privado, estoy segura).

Yo: Pero… ¿en serio no te acordás de que me hablaste de ella?

(Y en esta parte termino de meter la pata, irremediablemente)

- Me lo contaste un día en la rambla... aquel que hubo paro de transporte y fuimos con el mate y vos trajiste el libro de Nick Carter… Te habías puesto una remera de la carrera de la Nike y empezamos a hablar de la carrera y vos me dijiste que… ta… No importa. Contame. Tu mamá viajó entonces…

Pero para ese momento el pibe ya no se puede recuperar… No entiende, se paranoiquea, está seguro, re seguro de que nunca me habló de la tía Juanita y se imagina cosas raras… no sé.

Gonzalo ya había superado varios diálogos como el anterior y yo lo terminaba convenciendo.

- ¿Pero cuándo te conté que yo consumía semillas de chía? Nunca te dije eso…
- Ay Gonzalo, pero ¿quién me iba a contar eso sino vos?
- Es que nunca se lo digo a nadie. Es un consejo de unas viejas colegas y no lo ando contando.
- Bueno, qué se yo… A mí me contaste… ¿O creés que te espío o que adivino que tomás semillas de chía?
- Ta. Capaz que te lo dije y no me acuerdo…

Lo superó varias veces, pero un día vino con un regalo. Me trajo un centrifugador de lechugas (original, por cierto). Adentro de la bolsa estaba la boleta y decía:
- un centrifugador plástico.
- un rallador de limón.

Algunos días después, pongamos dos semanas, me cuenta sobre su ida al bazar y dice:

- También me compré algo para mí.

- Sí, lo sé- se me ocurrió decir-. Un rallador de limón.

Me miró y a mí me pareció que se puso un poco pálido, pero siguió la charla como si nada y nos derivamos del tema... Esa fue la última vez que lo vi.

Estuve un poco triste. Pero después me junté con mi hermano, cantamos "El hijo de Hernández", completita, y se me pasó la nostalgia. Porque las anécdotas me quedan todas grabadas, pero de los hombres me termino olvidando. En general.