jueves, 12 de diciembre de 2013

Involutiva

Tengo vecinos rockeros que ensayan en su casa, vecinos con perros, vecinos con bebés que lloran, vecinos con alarmas que suenan...

Pero a Mengana solo le molesta, únicamente se molesta y ladra, cuando mi vecino gay habla por teléfono.

Es muy triste, en este tiempo, tener un perro homofóbico. Parece que la evolución también va por barrios...

lunes, 2 de diciembre de 2013

Rollos

Yo estaba en España. Llevábamos dos semanas saliendo y él quiso saber:

—¿Qué es esto que tenemos?

—Ehhh… ¿qué opciones tenemos?

—Pos no sé si esto es un rollo o…

—Un rollo —lo corté muy segura, como si supiera qué implicaba.

Se quedó callado y tuve que agregar:

—Tener rollos es la historia de mi vida.

Me quedé pensando en los cierres subidos en la cama; él habrá pensando en mis relaciones frustradas. Dos desgracias tan diferentes y en algún punto, quién sabe, la misma cosa…

Baba de leones

Cuando Gimena era niña, su padre le dijo que esos hilos transparentes que están a veces en el aire en realidad era baba de los leones del África. Los leones abrían la boca, y el viento, le explicó el padre, arrastraba la baba por los aires y la traía hasta acá.

Gimena creció y se dio cuenta de que eso no podía ser. Pero se ve que heredó de su padre una cierta inventiva y yo siempre desconfío. Hoy fuimos a caminar a la rambla y me dice:

—Caminemos por el lado del pedregullo, porque hay tormenta eléctrica y es más seguro.

—Qué bobada —repliqué—. Si nos va a agarrar un rayo, nos agarra del lado del pedregullo o del agua.  No hay ni cincuenta metros de diferencia.

—Del lado del pedregullo nos protegen los pararrayos de los edificios. Los pararrayos solo protegen hasta 45 grados.

Discutíamos sobre las chances de que nos alcanzara un rayo cuando yo siento que mi cabeza explota, se me abre.

Sentí que el rayo vino, se descargó todo y me partió la cabeza. Pero no era un rayo, era una pelota que un jovencito había errado jugando al fútbol.

El muchacho me pedía disculpas por señas desde lejos, pero yo no podía responder nada. No podía ni levantarle el dedo gordo. Fue un sacudón tan grande que creí que tenía el propio derrame cerebral. Me faltó salivar en cámara lenta como los boxeadores al final de la película.

Cuando me recuperé, minutos después, caminamos unos pasos y me di cuenta de que no estaba bien. No como antes.

—Me duele el pecho. Me dejó angustiada —alcancé a darme cuenta.

Con el tono de quien pregunta cómo está afuera, dice Gimena:

—¿Porque experimentaste la fragilidad de la vida?

Y ahí me di cuenta. Era exactamente eso. Había sentido la fragilidad de la vida. El pelotazo me recordó que es, en realidad, un hilito de baba de león.

  —Vamos por el pedregullo —acepté.

lunes, 18 de noviembre de 2013

¿Cuál es el punto?

Hubo unos meses en que chateábamos por trabajo.  Cuando la conversación se redondeaba, él me mandaba un punto. No escribía la palabra “punto”. Ponía el signo de punto, solito y solo. Se me abría la ventana de diálogo y yo veía un puntito aislado, como un lunarcito de la pantalla. Ninguna palabra antes ni después.

Las primera veces pensé que era distracción. Después creí que era un tic. Pero la costumbre era demasiado constante. Llegué a creer que era un purista del lenguaje, que no podía permitir que una frase se quedara sin su punto final.

Igual era raro, porque a veces la última línea ya tenía el punto que le correspondía y él me mandaba otro punto más, un punto que yo no sabía cómo interpretar.

Pasaron dos meses. Un día junté valor y le pregunté:

— ¿Por qué siempre me mandas un punto al final de las charlas? ¿Qué significa eso?

Demoró en responder. Y acaso por eso me desilusionó tanto tanto la respuesta:

—Porque si no me queda tintineando tu ventana y me embola.
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sábado, 5 de octubre de 2013

Rambla de mañana

Es muy muy temprano, pero me propuse salir a la rambla y salgo. Debería dormir a esta hora, como merece cualquier humano, pero me tocó nacer con cabeza de gorda y debo tomar medidas paliativas.

Me cruzan dos señoras que ya traen ritmo deportivo y escucho que una le cuenta a la otra: “Mi hermana era los ojos de él”.

Mi cerebro trata de armar la imagen de una hermana que, para empezar, murió, porque esta mujer habló en pasado. Pero antes de morir fue, además de hermana, ojos. Y no sus propios ojos, como cabría esperar, sino los ojos de él.

El problema es la concordancia, me digo: “mi hermana era los ojos”, pero justo empiezo a ver cosas raras y me olvido.

Son autos estacionados con parejas adentro. Tienen los asientos reclinados y sus integrantes se besan o hablan. Son las ocho de la mañana. “A todas luces, se trata de infieles”, concluyo.

Recuerdo a Mujica y su exhorto a los señores blancos y pienso: “Por si les interesa, están todas acá, eh”.

Enfrente viene una mujer teñida de rubio y al cruzarme me sonríe como dándome la razón, o como quien leyó El Secreto tantas veces que la sonrisa le quedó estampada.

Y cuando llego a la pista de patinaje me encuentro con una escena conmovedora. Ella, ama de casa; él, su personal trainer. Están enfrentados y él la ayuda a estirar los brazos. Le agarra las manos, firme, y la hace estirar mientras la mira.

Enseguida me acuerdo de las señoras de los autos y pienso: “¿Ven? Así se hacen las cosas”.

Cuando doy vuelta, unos cuantos minutos después, el entrenador y su alumna siguen estirando, ahora las piernas.

Están sentados en el piso, enfrentados y tomados de las manos. Ella está cabizbaja, él la mira y sonríe. Siento envidia de ella. Ella era los ojos de él.

Stanleyless

En un primer momento parece que todo va bien y estás contento. Después ya no. Se empieza a perder el calor del inicio. Se pierde cada vez más, cada vez más. Y vos, por mantenerte aferrado, te entrás a quemar un poco.

Mi historia con los termos de acero inoxidable se repite y empiezo a resignarme ante el problema de siempre: el que tengo no me mantiene caliente; el que lo hace no está a mi alcance.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Divina poco adivina

La película es con Richard Gere y se llama Hachi. Es una historia de fidelidad perro-amo, y después de verla me decidí a traer a la divina de Mengana.

Pero Mengana no es mimosa como ese perro. Ella medio que hace la suya, medio que anda a su aire. Duerme un rato conmigo y después se pasa de cuarto, tiene cosas así.

Hay una parte de la peli en la que el perro, Hachi, presiente que a Richard Gere le va a dar un infarto y trata de impedir que vaya a trabajar. (No me preguntes cómo hicieron para que el perro actuara un presentimiento, pero lo hicieron. El perro finge que sabe que al tipo le va a dar algo).

También he visto videos y he leído historias sobre la intuición del perro, sobre cómo tienen unos poderes que detectan la enfermedad o la presienten.

Entonces, cuando Mengana me aparece como de la nada y se me acuesta en los pies o me lame sin motivo aparente, mi cabeza dice: “Atenti: infarto, infarto”. Y me pongo a toser (porque leí en Internet que si tosés muy fuerte, atravesando un infarto, te podés salvar).

Toso, toso y ella me mira. Cuando me agoto y me doy cuenta de que la desgracia no sucede, me viene como rabia y la echo:

- ¡Andate de acá! –le grito con tono de “Ni para adivinarme nada servís”.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

La cama y el consumismo

Siempre tuve sábanas baratas. Cuando era más joven compraba en el Chuy de esas que se te quedaban con pelotitas. Ni siquiera una Teka.

Después, cuando empezó el Imperio Chino, empecé a usar de las que son como una sedita resbalosa, que parece que podrías secarlas con apenas soplar un rato, llegado el caso.

Pero un día, puesta a analizar los factores de mi persistente fracaso amoroso (el único análisis que hago a diario) se me dio por pensar que el problema podían ser las sábanas. Que no estaban buenas, que no eran copadas, que no ayudaban.

Entonces, ante la primera cita que tuve, arranqué para Arredo y me compré unas caras y lindas. ¡Para qué!

El hombre que las estrenó no supo apreciar (ni las sábanas ni el contenido) y nunca volvió, pero algo en mí empezó a cambiar. Para peor.

Noté que cada vez me costaba más usar las viejas sábanas, las de sedita china. Empezó a pasar esto: cuando tenía las sábanas lindas en la cama, llegaba a dejarlas hasta dos semanas. “Total, no pasa nada. Si igual estoy sola y siempre me baño”, me convencía.

Pero cuando ponía las chinitas, a los dos o tres días ya me decía:
- Bueno… Va a haber que cambiar las sábanas…

Y fue así. Caí en el consumismo de las sábanas buenas, un lugar donde yo era virgen (paradójicamente).

“Todas las citas te dejan algo bueno”, les digo siempre a mis amigas. “El que menos, te deja depilada”, las aliento. Pero ahora veo que no es siempre así, que una cita te puede dejar solo un problema, como me pasó a mí.

Ahora vivo anhelando un amante nuevo solo para poder volver a Arredo. Porque no lo voy a recibir con las mismas sábanas que al anterior. Sería de total mal gusto, ¿no es verdad?

El gritón de la moda

Imagino que es gay y que, por algún motivo, detesta a las mujeres.
Entonces reúne a sus súbditos alrededor de una mesa de vidrio larga y lujosa. Al final de la reunión pretemporada, lanza el famoso grito de la moda:

¡Animal print!

¡Verde agua!

¡Uñas de los pies coloradas!

¡Zapatos con superplataformas!

Ahora veo que ha impuesto el rapado, una especie de peinado en el que las mujeres jovencitas se sacan toda una parte del pelo de la cabeza y la otra no.

Cuando las veo, pienso en este hombre y me dan ganas de desearle un poco el mal. O, al menos, ahora que se puede, el matrimonio. 

domingo, 22 de septiembre de 2013

No nací en Tacuarembó

Llego, por primera vez en mi vida, a Tacuarembó.

En el taxi le pido al conductor si,  antes de llevarme al hotel, puede parar en algún lugar donde vendan agua.

Hablamos un poquito sobre el clima y, cuatro cuadras después, al abrir la puerta frente al almacén, no sé por qué, me sale un espontáneo:

- ¿Vos querés algo?

- No, no... Muchas gracias –respondió el taxista, con tono de quien piensa: "estas de la capital vienen cada vez más pasadas".

sábado, 14 de septiembre de 2013

Hay gente para todo

En el “parque” donde paseo a Mengana hay mucha gente que duerme en el piso y también, en la noche, mucha gente que usa la escalinata de la iglesia que hay allí para drogarse, paradójicamente.

Es más: estoy convencida de que en algún momento de la noche estas personas pierden el equilibrio y desparraman droga en el piso, porque Mengana siempre va con una exagerada determinación a unos sitios muy puntuales, siempre los mismos, y vuelve de esa escalera con la mirada cambiada.

Pero no quería hablar de eso, sino de una persona que veo siempre en ese parque y que me ha desatado una sensación linda, de gratitud. Es una mujer como de mi edad, con aspecto de normal. Sin embargo, si uno la mira bien, ve que lleva entre su ropa a un conejo gordo y viejo (lo de viejo lo adivino por el color del pelo).

Todos los días saca a su conejo a pasear. Pero claro, no lo puede soltar porque se lo comerían los perros que andan ahí. O el animal huiría fatalmente hacia la rambla. Entonces lo lleva apretado contra su cuerpo y el pobre conejo pasea así, sin poder mirar ni oler nada del paisaje, respirando mal contra la ropa y padeciendo la incertidumbre que el caminar de la mujer le hará sentir en términos de equilibrio.

Yo la miro y me dan ganas de decirle: «No hagas eso, dejalo adentro nomás», pero veo que le habla al conejo como si le contara lo que ella está viendo. Entonces pienso en mamá y papá, en lo dura que he sido a veces con ellos, y me dan ganas de escribirles y decirles que gracias, que dentro de todo, gracias. Que no fue tan grave.

La mujer, por su parte, me juzgará a mí. Seguramente me mirará y se dirá: «Esta mujer ve perfectamente cómo su mascota cae en las garras de la pasta base y no es capaz de hacer nada. Hay gente para todo».

Páramo

Me acuerdo perfectamente del único reparo que le hice a esta casa el primer día que entré, diez años atrás. Estaba mirando el baño y me dije: «Me gusta todo en este lugar, aunque ese toallero va a durar lo que canta un gallo». 

Pero antes se rompieron las canillas, y las paredes de todo el apartamento se empezaron a deteriorar por la humedad. También reventaron los portalámparas y dejaron de cerrar las puertas y las ventanas. Se quemó el calefón, murió la lavadora, se terminó el microondas.

Cuando se rompió el timbre y quedé aislada, pensé: «Tengo que irme de acá. No queda nada ya».
Pero recordé a mi toallero, que sigue ahí, incólume, que ignoró mi desconfianza y se quedó. «Y ahora no me puedo ir», me di cuenta. «Ahora solo nos tenemos uno al otro». 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Segundas intenciones

No digo "todos los hombres", pero los que se acercan a mí no son honestos. Dicen que tienen  una motivación y en realidad tienen otra.

Llegan a mi vida con la excusa inicial de tener sexo, pero después siempre terminan pidiendo lo que en verdad quieren: que lea sus tesis, sus novelas, el cuento ese que nadie les publica...

lunes, 2 de septiembre de 2013

Colonizada

A Gimena y a mí no nos gustan las generalizaciones del tipo: estadounidenses y ricos son todos colonialistas malos; latinos y pobres son todos buenos y de espíritu cooperativo. Por eso, porque no nos gustan las generalizaciones, decía, odiamos a todos los jipis.

En verano conocemos a algunos en Valizas y después los criticamos todo el invierno; críticas que van acompañadas muchas veces de reflexiones serias, como las que hablan del dogmatismo, la desconfianza y el lugar de superioridad moral que caracterizan al comunista como ser humano.

Un día, en este marco, dice Gimena:

—Es increíble cómo dejamos que los jipis se adueñaran de la combinación rojo-verde, cómo se la entregamos sin más. Ya no te podés poner ni de casualidad rojo y verde porque el cerebro decodifica jipi, modal, incienso.

A mí, debo admitir, se me había escapado ese dato de la realidad, pero hablé como si estuviera al tanto, con la naturalidad de quien ya lo pensó antes:

—Totalmente. Ya la mina jipi se había adueñado del verde-violeta, pero con el verde-rojo la cosa fue masiva. Hombres y mujeres.

Pero después vine a casa y caí en la cuenta de que muchas veces me pongo un buzo verde y un saquito rojo. Y deseé en silencio que Gimena no me hubiera visto nunca así.

Ahora, cada vez que me voy a vestir para ir a la rambla, escucho dos voces en mi cabeza:

“Si esas prendas te gustan juntas, te las tenés que poner igual”, dice una.

“Te verás como una jipi, ya bastantes problemas tienes”, dice la otra.

Y siento ganas de llamar a mi psicólogo… De preguntarle cuándo es que se termina de armar el yo, a qué edad, finalmente,  se termina el colonialismo de la opinión ajena.

jueves, 29 de agosto de 2013

Táperman

El tipo va de compras al shopping, vuelve a su casa y otra vez se prueba el buzo nuevo, para mirárselo bien.

Después lo guarda y se siente contento. Y cuando va a doblar la bolsa de cartón, esa que tiene asas fuertes, de repente piensa:

- Ah, mirá qué buena bolsa. La voy a usar para llevar el táper.

Y así, en ese instante, ignorando completamente lo que está a punto de hacer, sale para siempre de mi mundo amoroso, se escinde definitivamente del grupo de mis potenciales amantes.

No sé explicar lo que me producen los hombres que usan bolsita de cartón para el táper. Me deserotizan. Me decepcionan. Una voz muy fuerte me dice: “Él no. Te vas a aburrir mucho”.

A veces, incluso, llevan bolsas de marcas femeninas. Ponele que la mamá o la novia se compró un pijama o un soutien en Mariane, y después el tipo lleva su almuerzo ahí.

La bolsa me habla: “este hombre se corta las uñas de los pies todos los domingos, ahorra el shampoo, no se acuesta con la cama desarmada, usa soquetes grises, habla de pagos en cuotas y del monto mínimo de la tarjeta”.

Lo que más me espanta, creo, es la cobardía, ese miedo a poner el táper en el bolso y que algo se manche. O el apego a la bolsita, no sé. Me lo imagino preguntando en el trabajo:

-Che, ¿alguien vio una bolsa blanca con asas, la de mi táper?

Y ya con eso me dan ganas de vestirme e irme.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Los puentes de Madison

Ayer hice costillas de cerdo y le di un poco a Mengana, para que probara alguna vez ese sabor.

Comió como desaforada, como comen los perros que en su vida solo han probado pastillas sintéticas. Pero claro, hoy no quiso sus pastillitas de siempre.

Tuve que hablarle:

-Sé perfectamente cómo se siente. Date tiempo. Ya te vas a olvidar.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Sic transit o sick transit

Venía caminando por la rambla. Oí bocinas y miré pensando que era raro que me tocaran bocina, porque estaba caminando con Daniel.
Entonces vi que dos conductores se hacían señas feas y ahí me di cuenta: las bocinas en la rambla no siempre eran para mí y mis calzas blancas. Sic transit gloria mundi.

domingo, 11 de agosto de 2013

Hipersensibilidad a las frases

Me pasa que leo frase tipo célebres en Facebook y por unos días no me las puedo olvidar y empiezo a actuar distinto.

Por ejemplo: yo cuelgo la ropa así nomás. Medio que la tiro en la cuerda así como viene; a veces una media adentro de otra, o una remera adentro de un buzo.

Lo hago porque sé que el sol puede más que mi desprolijidad y que no vale la pena gastar tiempo en eso.

Es verdad que a veces gasto dinero, porque la ropa vuela, vuela lejos y desaparece. Por suerte solo me doy cuenta cuando veo fotos mías en Facebook y digo: “¿Ah, pero y este buzo que tengo acá? Nunca más lo vi”.

La cosa es que tender mal la ropa ha sido siempre una decisión de vida y he sabido pagar los precios de esa decisión. Pero viene Carla a postear la frase “Todo lo que merece la pena hacerse, merece la pena hacerse bien”, y las palabras se me quedan como un eco en la mente.

Entonces salgo en medio de la noche fría a colgar la ropa y trato de hacerlo bien. Insulto en silencio a Carla mientras se me quedan los dedos duros y presiento una pulmonía. Y me insulto a mí por ser tan débil, por pretender, a estas alturas de la vida, empezar a ser distinta.

Por suerte el efecto de las frases me dura unos días; después se me olvidará. Pero entonces leeré otra, tipo “Si puedes soñarlo, puedes hacerlo”, y capaz me vendrán ganas de aprender a volar, como le pasó a mi ropa.

sábado, 10 de agosto de 2013

Danos hoy el controlador de cada día

Hace bastante aprendí en terapia que no está buena la dinámica controlador- controlado; que debo valerme por mí misma para ser más libre, porque los controladores te quitan libertad.

Claro, te facilitan la vida también. El controlador es el que siempre sabe lo que te conviene, el que no te deja caer en tu caos.

Es la persona que no deja que llegues tarde a los lugares ni que te manden al Clearing… Es quien sabe que después vas a querer ponerte esa ropa, y entonces te la lava antes, para que esté seca. O que puede prever que después vas a sentir sed, y te lleva una botellita de agua en su bolso.

El controlador es el que te unta su protector solar y te recuerda que hoy cumple años Fulanito, que no te olvides de llamarlo.

Yo lo busco con mi inconsciente como un adicto a la droga, pero cuando viajo siempre tengo la fantasía de reinventarme, de ser más libre.

En el último seminario conocí a una cubana y el primer día nos sentamos juntas a la hora del almuerzo.

Coge una gaseosa del refrigerador, que es gratis- me indicó mi amiga nueva.
No, no. Ya tomé agua-contesté.
Cógela igual, porque en la tarde hará calor y te va a dar ser. Cógela, porque si no tendrás que comprar una después.

(Acá me tuve que tranquilizar a mí misma para no reaccionar: “lo hace por cubana, no por controladora”, “lo hace por cubana, no por controladora”, me repito, y supero la situación con un:

Ok. Después agarro una.

Pero al otro día suena el teléfono a las siete. Es ella. Dice que me llama para que “no me vaya a quedar dormida y llegar tarde”.

“No era por cubana”, me resigno. Y mi corazón le da la bienvenida a mi nueva controladora.

Enferma de soberbia

Aprendí a la fuerza que lo que critico con soberbia después se me viene encima, como una maldición. Por eso trato de no hablar mal de nadie, pero necesito que hagamos algo por un sector de la sociedad al que no veo nada bien: el del médico certificador.

Mirá que, gracias a mi hipocondría, a mí me cabe cualquier médico, independientemente de su edad, peso, raza. Pero el médico certificador se me cuela por un agujero muy sórdido, no sé cómo explicarlo. Me deserotiza completamente.

No es lástima ni solidaridad lo que siento cuando viene uno. Es medio parecido a cuando veo a una pareja ostensiblemente Badoo… Tipo un “Faa, qué embole”.

Antes las emergencias te mandaban a unos pibes recién recibidos y estaba muy bien. Pero ahora, con la bonanza económica, se ve que esos pibes se van a estudiar al exterior. Y el sector de los certificadores se llenó de tipos agrios, fumadores, hartos de estacionar en lugares inciertos, ojerosos.

Un día, ahora lo sé, lo puedo prever, en un reposo de estos me voy a terminar haciendo un perfil de Badoo. Y mi primera cita será con este señor gordo que ahora guarda papeles en el bolso de su único congreso. Porque el mundo es redondo, y siempre te cura las soberbias.

Al César lo que es del César

Con esto de que lo dieron en la tele y de que está en Youtube, ahora cualquier paseador de barrio se siente un poco el Encantador de Perros, me parece.

Yo miré todos los capítulos y nunca pude hacer que Mengana me trajera la pelotita, pero hay gente que se coloca en el personaje y se siente César.

Ayer se me acercó uno en la rambla. Venía arrastrado por cuatro grandes machos y me explicó:

        Disculpá que te moleste. Quiero que se acerquen a tu perro porque tiene muy buena energía.

        
Todo bien.

     Si te incomodo decime. Ellos son muy ansiosos y siento que les hace bien que caminen cerca de la energía que tiene el tuyo, que me parece muy linda. ¿Viste cómo se le acercan?

Hablamos un poco y nos despedimos sin más. Pensé en contarle que mi perro no tenía ninguna energía especial, sino que era hembra y estaba en celo, pero para qué, César, para qué.

domingo, 4 de agosto de 2013

Como en las películas


Conocí a un italiano belíssimo en el lobbie de un hotel. Era justo justo mi tipo: cincuenta y cinco años, pelo cano, ojos azules, un solo infarto.

¿Cómo nos enamoramos? Él me pidió que por favor le leyera el correo en la tablet, porque esa tarde había olvidado los lentes de aumento en un taxi y no podía leer.

Leí con mi italiano de liceo público del interior y después, ya sabes… Lo típico: primero lees correos sobre negocios en Medio Oriente, después reflexionas sobre la vida en plan carpe diem, tomas una cerveza, más carpe diem, cerveza, carpe diem…

Al despedirnos, me tomó la mano y me dijo “I love you”. En mi dedo pude sentir el fresquito de su alianza, pero le encajé un “I love you” también. Para jugar un poco a las películas. Carpe diem.

lunes, 13 de mayo de 2013

Amante

- No es mi amigo. Ya te dije. Es mi amante. A mis amigos yo los elijo. 
- ¿Y a tus amantes?
- Me los manda Dios. 

domingo, 12 de mayo de 2013

Aplausos para Jane




Cuando vinimos a vivir a Montevideo me anoté en un gimnasio. Mi hermana, más ahorrativa y con más voluntad, hacía ejercicios en el apartamento.

Había conseguido un libro viejo de Jane Fonda y, como lo tenía que devolver, se le ocurrió grabar un casete. Así, todas las tardes se escuchaba dándose a sí misma unas indicaciones muy detalladas, en un acto que era —para mí— muy gracioso.

La propia Jane Fonda con sus calentadores del libro me daba risa. Yo estaba en esa etapa de soberbia infundada que le viene a uno  solo porque es joven. Y ta: me reía de Jane Fonda. Me parecía tan vieja, sus ejercicios me parecían tan pasados de moda, el libro era en blanco y negro, todo era tan que no daba…

En un momento el casete decía: «Abrimos las piernas, baja la espalda y caen los brazos al medio, caen, caen… Y ahora subimos los brazos y los bajamos, los subimos y los bajamos, como si recogiéramos hierba». Esa era mi parte favorita, en la que me reía más, la de «recoger hierba».

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Hoy en el cine dieron una con Jane Fonda, que no sé cuántos años tiene pero son muchos, cerca de 80. Y qué te cuento que la señora tiene un cuerpazo que te querés matar de la envidia.

Si no fuera tan tarde tendría que llamar a mi hermana y preguntarle dónde quedó el casete, quién tiene ese libro. Y después hacer esa gimnasia hasta el fin de mis días. Porque, o los ejercicios son los mejores posta, o la hierba le pega demasiado bien a Jane.

lunes, 6 de mayo de 2013

Marina la precavida; yo la lista


Con Marina decidimos compartir el apartamento en 2003. Hasta 2007, recuerdo, ella atesoraba, cronológicamente, los recibos de Ute y Antel.

Aunque es de acá, Marina le teme a los juicios insólitos cual nacido en Manhattan, y te guarda todos los comprobantes. Para siempre.

—Marina: incluso si se diera el caso de que necesitáramos un recibo de UTE del año 2003 —yo hacía un esfuerzo de imaginación —: ponele que alguien se raya y va al juzgado y nos acusa de que ese año estuvimos colgadas de la red… En la desesperación, ¡ni vamos a encontrar estos recibos, no sé para qué los guardamos!

Ella hacía como que no oía y guardaba todo. Yo los tengo todavía. La documentación de esta casa entre 2003 y 2007 está completa en una carpeta azul.

Cuando Marina se fue a Inglaterra quise ser desprevenida. Ahí mismo en el Abitab. Iba, la mujer me cobraba y yo empezaba a rumbear para la puerta antes de que me devolviera los recibos con el sellito. Cuando me gritaba: “¡Señora, sus recibos!” yo sobraba desde la puerta:

—¡Tiralos! ¡Yastá!

Si quien me atendía se ponía firme en que me los tenía que llevar, yo agarraba los recibos de mala gana y los metía en la papelera más cercana a sus ojos, como diciéndole: “Esto es un país moderno, ingenuo”.

Pero Dios quiere a los precavidos. El mes pasado pagué Antel y este mes… OPA OPA. Debía todo de nuevo. Ahora vendrá la tontería repetir en los bares que las empresas públicas son un desastre, y la sensatez de seguir extrañando a Marina.

viernes, 3 de mayo de 2013

Un gran descubrimiento

En las reuniones familiares siempre hago el mismo cuento. Resulta que papá, mientras estuvo casado con mi madre, se enamoraba mucho de otras. Tenía ese problema el santito. Y cada dos o tres años se iba de casa.

Cuando los hijos tuvimos edad de preguntar, solemnemente nos reunió para hablar. Nos sentamos en la cama grande y él, nervioso, empezó a explicarnos por qué se iba de casa:

—Hay cosas que he aguantado mucho tiempo y que no soporto más —empezó.
—¿Qué cosas? —se animó mi hermana grande.
—Por ejemplo: lo desordenada que es mamá —soltó.

Aunque éramos muy chicos, nos sorprendió el argumento, estoy segura, porque lo miramos como pidiendo más. Y él siguió:

—A veces tengo que ir a trabajar y no encuentro nada en ese ropero, siempre está todo desordenado —se quejó y me ordenó: —Andá vos, Maru. Abrí el ropero para que lo puedan ver.  Abrilo, dale.

Me levanté y, con la tensión de quien va a descubrir un original de Dalí, giré la llave y abrí el ropero de mis padres. Los estantes parecían los de una tienda de shopping. La ropa estaba ordenada hasta por colores.

El otro día estábamos en casa de mi tía Susana y nos volvimos a reír del oportunismo malicioso de mamá, ese que la hizo arreglar el ropero justo el día en que papá se iba. Y por alguna razón empezamos a hacer una estadística familiar:

Mamá

Ana
Desordenada

Ordenada
Divorciada

casada

Elsa

Ordenada

casada

Marcia

Desordenada

separada

Maru

Desordenada

soltera

Susana

Desordenada

divorciada

Natalia

Ordenada

tiene pareja

Florencia

Desordenada

soltera

Con mucho asombro, seguimos la regla con otras tías y amigas, y pa, qué salado: pasa algo muy serio entre los hombres y el orden. No es que ellos sean ordenados, sino que buscan mujeres que les provean orden. ¡Dios, es tan claro! Y nosotras, ignorantes, ¡hacíamos dietas!

***

Hoy me llamó mamá:
—¿Adiviná qué? Estoy arreglando la ropa.
—Igual ya no va a volver—bromeé.
Y nos volvimos a reír.

Solo sé que no cenaba

No me quiero poner a filosofar, pero estamos teniendo comportamientos raros. Yo aviso nomás.

Es raro que pares de comer un chivito para sacarle una foto y tuitear que te estás comiendo un chivito y mirá qué pinta que tiene.

Mínimo, me parece, terminá de gozar y después dame envidia con el cuento entero.

Otra cosa muy rara es el contagio de “Pensemos la cena” que le ataca a la gente en el ómnibus a eso de las 19.00 o 19.30 horas. “Qué hacés. Ya estoy en el ómnibus, sí. Cuchame, ¿qué comemos hoy? ¿Qué decís vos? En la heladera hay panchos. ¿Te parece que lleve pan y panceta? ¿O preferís con muzarella? No. Decime vos qué preferís”.

A mí me vienen ganas de opinarle: “Panceta de noche, ¿te parece? Y ojo con los embutidos, mirá que tienen pila de sodio”. Pero no tengo tiempo de opinar nada porque enseguida que corta uno, llama otro: “Amor, sí ya estoy llegando. Fijate qué hay, a ver qué llevo. Ahhh sí, me había olvidado que estaban esas milanesas. ¿Qué decís? ¿Milanesas con qué? Ahh, sí pero a Flo no le gusta. Mejor las papas nomás”.

“La papa de noche engorda horrible”, me digo recordando la dieta circadiana, y enseguida el de al lado recuerda un detalle: “Gorda, me olvidé de preguntarte, ¿vos ya compraste pan o llevo ahora? Ta, ta. ¿Alcanzará con eso? Dale. Bebida hay, ¿no?”

La mayoría habla muchos minutos. Yo tengo tarjetero y me pone nerviosa que no corten. Pienso: “ta, ta, cortá y cuando llegues lo resuelven. Si estás a 10 minutos, le dijiste”. Además no es solo el gasto. ¿No escuchaste que el celular emite unas ondas cancerígenas horribles?

Miro a ver si tengo algún mensaje. Cero, niente. Parece que en este ómnibus soy la única que no habla por celular y la única que no tiene con quién compartir la comida. ¡Qué tristeza! “Al menos estoy protegida de las radiaciones cancerígenas”, me consuelo.

“Podría bajarme acá y comerme un buen chivito”, pienso. Pero me doy cuenta de que sería un sinsentido: no tengo cámara en el celu para poder mostrarlo. Además, yo no cenaba.

domingo, 28 de abril de 2013

Lo que hace falta

Un amigo que vive en España me escribió: «En estos días viaja a Montevideo un colega de aquí. Te va a contactar porque te envío un regalo con él».

Yo no sé recibir regalos, no sé agradecer, los siento inmerecidos. Cuando se trata de hombres, mi vocación es regalar. Y como nunca tengo novio, envidio a las mujeres que salen a comprar lo que a sus maridos les «hace falta».

Igual siempre les compro cosas a los amantes ocasionales o a los amigos confusos. El lunes, por ejemplo, fui al Chuy con mamá y arranqué a comprarle cosas a Daniel. Empecé suave. Unos chocolates para Daniel, que estos le encantan, una Nutella para Daniel... Arranqué bien, tranqui.

Después: ¡Ohhh, medias a tres por 100! Las llevo para Daniel. «Ayyy acá justo hay chinelas negras, que a Daniel se le rompieron las del club. Bueno, se las llevo».

Por suerte mamá conserva cierta delicadeza para preguntar:
—¿Y cómo sigue Daniel con su novia nueva?
—Bien, bien — respondí soltando disimuladamente unos championes de hombre.

Mientras volvía a Montevideo pensé un poco en el tema y, cuando llegué, mi vecina me iluminó:

—Sos una ridícula. No podés seguir comprándole cosas. Los dulces me los llevo yo. Las medias se las doy a Víctor.
—Pero no lo conozco a Víctor. Queda raro que le mande medias a tu novio.
—Vos no te preocupes. ¿Las chinelas qué número son?
—43.
—No le sirven. Pero ya vamos a encontrar a alguien. Prometeme que no se las vas a dar.

Al otro día llamé a Gabriel para que viniera a probárselas. No le quedaron.
—Dáselas a Sandro —me sugirió.
Sandro es un borracho que vive en mi vereda. No era mala idea, pero temí que no se las quisiera sacar en todo el invierno.

Esa noche había quedado con el español. Mi regalo había quedado en Madrid, me explicó. Mi amigo no se lo había llevado a tiempo. Pero el muchacho era lindo y en la segunda botella de vino le pregunté:
—¿Vos cuánto calzás?
—43.
—¿Querés venir a casa?

Hace un rato abrí el correo y tenía dos mensajes nuevos. Uno era de Víctor: «Buenazas las medias, che. Muchas gracias». El segundo era del español: «Aunque aquí aún hace frío, tengo puestas unas sandalias muy chulas».

Ah, qué lindo que es dar lo que hace falta.

viernes, 26 de abril de 2013

De la buena


Cuando no está muy drogado, el cuidacoches que duerme en mi cuadra es simpático, y nos saludamos.

Hoy estaba distraído mirando para arriba y escuché que, medio a los gritos, le preguntó a su colega de enfrente:

—¿A vos te gustaría estar ahí arriba?

Miré buscando un avión mientras el otro le respondía muy seguro:

—Yo ya estuve.

Era un ala delta tan linda que no pude evitar darme vuelta para ver bien la cara del afortunado.

Vecinos nuevos

Mengana nunca aprendió a traerme la pelotita. Quiere que yo se la saque y me aburro. Pero cuando llego muy tarde a casa me viene culpa que haya estado todo el día echada y se la empiezo a tirar, como para que se mueva un poco.
No me resigno a que no aprenda a entregármela, entonces le empiezo a decir cada vez más fuerte:
—Dámela, dámela, dámela...
Después recuerdo que es medianoche y que tengo vecinos nuevos.

viernes, 8 de marzo de 2013

Día de las mujeres

Me caen muy bien las mujeres. Me conmueven especialmente cuando describen un vestido de fiesta y usan diminutivos. Y mueven las manos cerca del cuerpo, mientras explican: “en esta parte de acá tiene como un drapeadito, que va un poco fruncidito acá, pero apenas, por atrás. Y acá sube y tiene como si fuera un voladito; que es azul pero no marino, es como un azulcito clarito”.

Y una asiente y pone cara de que entiende todo y de repente mete un “Divino”. Pero es peor porque ahí te dicen: “ah y en la parte de acá tiene como rayitas bien chiquititas, azulcitas también pero más tirando a azul francia”.

Yo me siento mal porque no logro imaginar nada pero finjo.

Dice Gabriel que los hombres hacen lo mismo cuando relatan fútbol por radio, y que los que escuchan tienen que imaginarse dónde está la pelota.

Ahora, fijate que en el mismo tiempo que a un hombre le lleva relatarte un solo partido, una mujer te puede hacer imaginar un casamiento con 1500 invitados. Y después dicen que tenemos las mismas capacidades...

sábado, 2 de marzo de 2013

Una verdad incómoda


Me da miedo hablar mal de una multinacional porque podés aparecer en una cuneta, pero tengo que hacerlo.

La primera víctima fue mi amiga Carla. La vi venir, hablaba animadamente con Laura y, cuando estuvo cerca, vi algo horrible en sus pies.

—¿Qué eso? ¿Qué tenés en los pies?

—Me los regaló ella—dijo señalando a Laura, como sacándose culpa.

—No me importa. Son un horror— dije.

—¡Son crocs!—replicaron las dos.

—No sé qué es croc… Pero eso va en contra de la evolución, del diseño. Parecen de la abuela de Paturuzú.

—Son recómodos —defendió Carla.

—No argumentes eso. Muchas cosas son cómodas y no parecen un queso gruyere de plástico. Eso lo diseñó un chino misógino.

—No, no. Hay para hombres también.

Y efectivamente había para hombres. Y para niños. Y para niñas. Y de a poco, como los bráquets, como las uñas pintadas, fueron invadiendo el país. Los croc sedujeron hasta la gente más crac. Y llegó el día más temido: mamá quiso unos.

Ella tiene juanetes y pie ancho y con esos argumentos me convenció. “Dios mío, se están llevando a los que más quiero”, pensé mientras caminaba hacia la tienda.

Volví a casa y, en busca de explicaciones para este flagelo de la croquización, me hice amiga de la marca en Facebook. Ahí entendí.

Decía: “Crocs cuenta con una identidad propia que propone la diversión, el bienestar y pasar buenos momentos con seres queridos”... Ta, me dije, con razón...

“Además no marcan el piso”. Esto último es importantísimo. Dejar la huella de tu pie en la calle es muy peligroso. Sobre todo cuando te metés con una multinacional y no querés terminar en una cuneta.

sábado, 26 de enero de 2013

La propia murga

Álvaro escribe para carnaval. Y como ahora la murga es progre, yo también quise escribir murga y me le arrimé. Pero Álvaro es avaro con su know how y no me dijo mucha cosa. Así que lo acompañé a unos ensayos y pude sacar el método.

LA PRESENTACIÓN:

Se combina: comparación, verbo, complemento.


Como una brisa mágica en la noche


Emprende la murga su viaje


De aplausos y de risas


Como un fantasma de estrellas titilantes


Llega la murga para llenarse


De lunas encantadas


Como duende de caminos misteriosos


Empieza la murga un nuevo vuelo


De sonrisas pintadas


Como una magia misteriosa


Despierta la murga en su febrero

 


De ensueño y de  ilusiones

 

 

Palabras complementarias

serpentina
golondrina
momo
tablado
febriles

LA PARTE DEL MEDIO 

Si querés una murga retro tenés que crear situaciones con personajes de mujer, de toqueteo, de abanicarse o de embellecerse. Esto porque, como se ha investigado, la murga se inventó para que los hombres puedan vestirse de mujer. 

Si tu murga es de la generación Y (o un poco más atrás, pero no homofóbica) no hace falta vestirse de mujer. Si es de las que se pueden catalogar como Murga Listilla, hay que hablar con amigos de Ciencias Sociales y pedirles temas duros de actualidad pero que sean mínimamente risibles. Suicidios, por ejemplo, no sirve. Por eso es mejor hablar con lo que tengan aprobado segundo año.

En este tipo de Murga Listilla también hay otro recurso que aún funciona: la murga “confiesa” que no pudo escribir nada. Justifica su falta de creatividad y esa es su creatividad. Podés meter versos como este: 

Con la murga resaqueada 
Y la pobre inspiración mía
No me salió una palabra 
Y me pedí una cerveza fría.

LA RETIRADA 

Con leves variantes, la retirada es igual a la presentación, pero al revés:

Complemento, verbo, comparación. 


Borracha de aplausos y de risas


Se va se va la murga


Como una brisa mágica en la noche


Colmada de ensueños y de historias


Se despide ya la murga


Como una luna encantada


En este febrero de brisas y sonrisas


Se apagan ya las luces


Como duende de caminos misteriosos


Colmada de ilusiones y de ensueños


Culmina ya este sueño


Bajo un cielo de estrellas de ilusión

 

Locuciones complementarias

Papel picado

Cara pintada

Sueño fugaz

Regreso anhelado

Canto colorido

Hermoso latido

Insto a los que perdedores a que se sumen a esta movida del carnaval. No es complicado y sirve para legitimarse, tanto ante los pares de uno como ante el sexo opuesto (bah, opuesto o no opuesto: ante el sexo en general). 
De última, si probás y no clasificás, podés llamar a Álvaro.

 

jueves, 17 de enero de 2013

Desidia en el super

—Esto es lechuga, ¿no?
—No.
—¿No es lechuga?
—No.
—¿Qué es?
—Escarola.
—¿Es parecida a la lechuga?
—No.
—Bueno, igual la llevo.

sábado, 12 de enero de 2013

El presente y nada más

Un día estaba en el parque con Mengana y llegó una minita que hablaba aniñada. Su perro rubio y enorme no me acuerdo cómo se llamaba, pero en la charla ella le atribuía unas intenciones que el animal jamás podría tener.

Quise salir del terreno de las interpretaciones conductuales yendo a lo fáctico. Le pregunté:

—¿Vos cuántas veces por día lo sacás?

—Mirá, algunas. El veterinario me explicó que lo mejor es hacer varias salidas de pocos minutos, porque me dijo que el perro no tiene memoria. Ellos viven solo en el presente. Entonces si vos le hacés una salida relarga de mañana, de tarde ya están como si no hubieran salido. ¿Viste que siempre como que les da la misma alegría, no importa si ya salieron antes? Es por eso, porque no tienen memoria, entonces para ellos es como si no hubieran salido.

«Ay, dios santo, cómo has creado minas así de taradas. Se viene a enterar por el veterinario de que los perros no pueden llorar por el pasado ni proyectar un futuro», pensé, pero le contesté:

—Ahh sí, sí, yo había oído también eso de que no tienen memoria.

Me vine a casa apenas pude, sorprendida todavía de su estupidez. Pero con los días algo cambió. Sus palabras no se me iban de la cabeza y un día encontré la luz en ellas.

Ahora, cuando siento culpa porque no saqué a Mengana en todo el día y tengo ganas de salir de noche, le digo:

—Perdoname, divina, pero me tengo que ir. Incluso si yo te hubiera sacado esta mañana, vos ahora no lo podrías recordar. Estarías igual que ahora. Y tu presente es este: te amo y me voy.

Cuando bajo la escalera, vuelvo a pensar en esa gran verdad de que todos los encuentros ocurren por algo.

viernes, 11 de enero de 2013

Por las Susanitas del mundo

Estoy en contra de que los padres besen a los hijitos con picos. Queda mala onda decirlo, pero quisiera hacer un llamado a la conciencia para que se detenga ese flagelo.

Pasa que en mi escuela había una niña que se llamaba Susana y todos la discriminábamos. No porque tuviera un nombre de otra generación: la discriminábamos porque su madre le daba picos.

La mujer la acompañaba hasta el salón y esperaba con ella a que tocara el timbre. Ahí se iba, pero antes le encajaba un piquito, delante de todos. Y nosotros jua jua jua y burlas (lo escolares siempre han estado compuestos de bobera y de maldad en partes iguales).

La mama de Susana seguro empezó como cualquiera… Un día la beba era tan linda que se la quería comer (no tenía rastros de haber sido una bebé linda, hay que decirlo, pero es una hipótesis)… Decía que un día bobeando le dio un pico y después la bebé le dio otro y ya no supieron parar. Pasó el tiempo, la chiquilina calzaba como 37 y la madre la seguía besando en la boca.

Desconozco cómo será de la vida de Susana ahora… Si habrá llegado a tener sexo oral sin culpas, si besará a sus propios hijos en los labios, o si estará, como yo, condenada a una terapia perpetua para lidiar con el pasado. En cualquier caso, yo hago un llamado a la reflexión. Por las Susanitas del mundo.

jueves, 10 de enero de 2013

Salva conductos urbanos

Siempre pienso que el dentista y el sanitario en un punto se conectan, porque son seres humanos que en algún momento vas a tener que llamar. Pasás unos períodos sin ellos, pero un día los vas a llamar. Es así.

En la pileta de la cocina, por ejemplo, yo soy cuidadosa de que no se caiga comida. Raspo bien los platos frente al tarro de basura. Incluso, si algo se cae en la pileta y me da asco tocarlo (pizza mojada, ponele), me envuelvo la mano con una bolsa de náilon y lo saco.

Me mueve la esperanza de que el caño no se tape. Pero sé que un día se va a tapar (sobre todo porque a veces vienen visitas a las que no les importa nada tu caño y, haciéndose las bienintencionadas, te ponen platos con pedazos de de todo un poco en la pileta).

Con los dientes pasa algo similar. Los cuido. Ta, es cierto que al hilo no lo pude incorporar. Y el Listerine, ese que es enjuague bucal, tampoco. Porque siento que me mata todas las papilas gustativas. Pero me lavo los dientes.

Igual todo llega y un día tenés una caries y no te queda otra: pedir hora, bancarte la anestesia, volver a pedir hora.

Los dentistas del futuro, estoy segura, no van a poder creer cuando les contemos lo que llevaba hacerse un arreglo. ¿Cuántas sesiones lleva un tratamiento de conducto? ¿100- 150?

El plomero no. El plomero, si te viene, no demora. También te destapa los conductos y también te cobra una fortuna, pero es un rato y chau. Por un tiempito se va.

El dentista tiene más el modus operandi de esas relaciones que vos sabés que no van a funcionar pero seguís, porque lo necesitás. Al igual que esos hombres, un dentista nunca te va a preguntar "¿nos podemos ver mañana?". Nada de eso. Te cita muy espaciadamente, a veces te hace esperar, otras te hace doler, después se dejan de ver y siempre lo pagás muy caro. Pero un día lo vas a llamar. Un día sin salvoconducto lo vas a llamar.

domingo, 6 de enero de 2013

Bob Esponja, perdido por el alcohol

Debe de ser porque mis padres se conocieron en un ómnibus interdepartamental. Capaz que inconscientemente es por eso que cuando viajo a Rocha rezo para que me toque alguno que esté bueno en el asiento de al lado.

Nunca me pasa. En Rutas del Sol siempre, pero siempre, me toca una de esas muchachitas de uñas pintadas que hablan por celular todo el viaje. Esta vez no. Milagro: se me sentó un hombre corpulento, bastante lindo. «Bien ahí, 2013», me alegré en silencio.

—Te molesto un segundo —me dijo a los pocos minutos de que arrancamos.

«Opa, no pensé que me hablara tan rápido», me dije.

—¿Me dejás pasar que voy al baño?

Nuestros asientos eran cercanos al baño y, como no cerró la puerta, pude ver que solo se lavó las manos. «Qué divino, al fin un tipo aseado en medio de todos estos mugrientitos», me felicité.

Ya estaba imaginándome cómo sería la charla y si me lo llevaría a casa esa misma noche cuando sucedió algo raro. Abrió la mochila y se asomó una esponja de baño medio rosadita. Mmmm ... Viaja con la esponja... Mmmm. «Capaz que es de la madre, que se la dejó olvidada en el rancho y el muy santo se la trae a Montevideo».

Pero unos segundos después… mmm… sacó un frasco alcohol gel y se empezó a frotar las manos que recién se había lavado. Y se pasó mucho por los antebrazos.

«Ta. No. Alcohol gel. No podés. Vos debés de ser uno de esos loquitos que igual te hacen levantar para cambiar las sábanas después del sexo. Mejor dejémoslo acá. No vengas a casa. Dejá».

Como siempre que me preparo para un viaje largo, me di unos disparos con mi spray de los ataques de pánico y me puse los auriculares.