sábado, 28 de septiembre de 2013

Divina poco adivina

La película es con Richard Gere y se llama Hachi. Es una historia de fidelidad perro-amo, y después de verla me decidí a traer a la divina de Mengana.

Pero Mengana no es mimosa como ese perro. Ella medio que hace la suya, medio que anda a su aire. Duerme un rato conmigo y después se pasa de cuarto, tiene cosas así.

Hay una parte de la peli en la que el perro, Hachi, presiente que a Richard Gere le va a dar un infarto y trata de impedir que vaya a trabajar. (No me preguntes cómo hicieron para que el perro actuara un presentimiento, pero lo hicieron. El perro finge que sabe que al tipo le va a dar algo).

También he visto videos y he leído historias sobre la intuición del perro, sobre cómo tienen unos poderes que detectan la enfermedad o la presienten.

Entonces, cuando Mengana me aparece como de la nada y se me acuesta en los pies o me lame sin motivo aparente, mi cabeza dice: “Atenti: infarto, infarto”. Y me pongo a toser (porque leí en Internet que si tosés muy fuerte, atravesando un infarto, te podés salvar).

Toso, toso y ella me mira. Cuando me agoto y me doy cuenta de que la desgracia no sucede, me viene como rabia y la echo:

- ¡Andate de acá! –le grito con tono de “Ni para adivinarme nada servís”.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

La cama y el consumismo

Siempre tuve sábanas baratas. Cuando era más joven compraba en el Chuy de esas que se te quedaban con pelotitas. Ni siquiera una Teka.

Después, cuando empezó el Imperio Chino, empecé a usar de las que son como una sedita resbalosa, que parece que podrías secarlas con apenas soplar un rato, llegado el caso.

Pero un día, puesta a analizar los factores de mi persistente fracaso amoroso (el único análisis que hago a diario) se me dio por pensar que el problema podían ser las sábanas. Que no estaban buenas, que no eran copadas, que no ayudaban.

Entonces, ante la primera cita que tuve, arranqué para Arredo y me compré unas caras y lindas. ¡Para qué!

El hombre que las estrenó no supo apreciar (ni las sábanas ni el contenido) y nunca volvió, pero algo en mí empezó a cambiar. Para peor.

Noté que cada vez me costaba más usar las viejas sábanas, las de sedita china. Empezó a pasar esto: cuando tenía las sábanas lindas en la cama, llegaba a dejarlas hasta dos semanas. “Total, no pasa nada. Si igual estoy sola y siempre me baño”, me convencía.

Pero cuando ponía las chinitas, a los dos o tres días ya me decía:
- Bueno… Va a haber que cambiar las sábanas…

Y fue así. Caí en el consumismo de las sábanas buenas, un lugar donde yo era virgen (paradójicamente).

“Todas las citas te dejan algo bueno”, les digo siempre a mis amigas. “El que menos, te deja depilada”, las aliento. Pero ahora veo que no es siempre así, que una cita te puede dejar solo un problema, como me pasó a mí.

Ahora vivo anhelando un amante nuevo solo para poder volver a Arredo. Porque no lo voy a recibir con las mismas sábanas que al anterior. Sería de total mal gusto, ¿no es verdad?

El gritón de la moda

Imagino que es gay y que, por algún motivo, detesta a las mujeres.
Entonces reúne a sus súbditos alrededor de una mesa de vidrio larga y lujosa. Al final de la reunión pretemporada, lanza el famoso grito de la moda:

¡Animal print!

¡Verde agua!

¡Uñas de los pies coloradas!

¡Zapatos con superplataformas!

Ahora veo que ha impuesto el rapado, una especie de peinado en el que las mujeres jovencitas se sacan toda una parte del pelo de la cabeza y la otra no.

Cuando las veo, pienso en este hombre y me dan ganas de desearle un poco el mal. O, al menos, ahora que se puede, el matrimonio. 

domingo, 22 de septiembre de 2013

No nací en Tacuarembó

Llego, por primera vez en mi vida, a Tacuarembó.

En el taxi le pido al conductor si,  antes de llevarme al hotel, puede parar en algún lugar donde vendan agua.

Hablamos un poquito sobre el clima y, cuatro cuadras después, al abrir la puerta frente al almacén, no sé por qué, me sale un espontáneo:

- ¿Vos querés algo?

- No, no... Muchas gracias –respondió el taxista, con tono de quien piensa: "estas de la capital vienen cada vez más pasadas".

sábado, 14 de septiembre de 2013

Hay gente para todo

En el “parque” donde paseo a Mengana hay mucha gente que duerme en el piso y también, en la noche, mucha gente que usa la escalinata de la iglesia que hay allí para drogarse, paradójicamente.

Es más: estoy convencida de que en algún momento de la noche estas personas pierden el equilibrio y desparraman droga en el piso, porque Mengana siempre va con una exagerada determinación a unos sitios muy puntuales, siempre los mismos, y vuelve de esa escalera con la mirada cambiada.

Pero no quería hablar de eso, sino de una persona que veo siempre en ese parque y que me ha desatado una sensación linda, de gratitud. Es una mujer como de mi edad, con aspecto de normal. Sin embargo, si uno la mira bien, ve que lleva entre su ropa a un conejo gordo y viejo (lo de viejo lo adivino por el color del pelo).

Todos los días saca a su conejo a pasear. Pero claro, no lo puede soltar porque se lo comerían los perros que andan ahí. O el animal huiría fatalmente hacia la rambla. Entonces lo lleva apretado contra su cuerpo y el pobre conejo pasea así, sin poder mirar ni oler nada del paisaje, respirando mal contra la ropa y padeciendo la incertidumbre que el caminar de la mujer le hará sentir en términos de equilibrio.

Yo la miro y me dan ganas de decirle: «No hagas eso, dejalo adentro nomás», pero veo que le habla al conejo como si le contara lo que ella está viendo. Entonces pienso en mamá y papá, en lo dura que he sido a veces con ellos, y me dan ganas de escribirles y decirles que gracias, que dentro de todo, gracias. Que no fue tan grave.

La mujer, por su parte, me juzgará a mí. Seguramente me mirará y se dirá: «Esta mujer ve perfectamente cómo su mascota cae en las garras de la pasta base y no es capaz de hacer nada. Hay gente para todo».

Páramo

Me acuerdo perfectamente del único reparo que le hice a esta casa el primer día que entré, diez años atrás. Estaba mirando el baño y me dije: «Me gusta todo en este lugar, aunque ese toallero va a durar lo que canta un gallo». 

Pero antes se rompieron las canillas, y las paredes de todo el apartamento se empezaron a deteriorar por la humedad. También reventaron los portalámparas y dejaron de cerrar las puertas y las ventanas. Se quemó el calefón, murió la lavadora, se terminó el microondas.

Cuando se rompió el timbre y quedé aislada, pensé: «Tengo que irme de acá. No queda nada ya».
Pero recordé a mi toallero, que sigue ahí, incólume, que ignoró mi desconfianza y se quedó. «Y ahora no me puedo ir», me di cuenta. «Ahora solo nos tenemos uno al otro». 

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Segundas intenciones

No digo "todos los hombres", pero los que se acercan a mí no son honestos. Dicen que tienen  una motivación y en realidad tienen otra.

Llegan a mi vida con la excusa inicial de tener sexo, pero después siempre terminan pidiendo lo que en verdad quieren: que lea sus tesis, sus novelas, el cuento ese que nadie les publica...

lunes, 2 de septiembre de 2013

Colonizada

A Gimena y a mí no nos gustan las generalizaciones del tipo: estadounidenses y ricos son todos colonialistas malos; latinos y pobres son todos buenos y de espíritu cooperativo. Por eso, porque no nos gustan las generalizaciones, decía, odiamos a todos los jipis.

En verano conocemos a algunos en Valizas y después los criticamos todo el invierno; críticas que van acompañadas muchas veces de reflexiones serias, como las que hablan del dogmatismo, la desconfianza y el lugar de superioridad moral que caracterizan al comunista como ser humano.

Un día, en este marco, dice Gimena:

—Es increíble cómo dejamos que los jipis se adueñaran de la combinación rojo-verde, cómo se la entregamos sin más. Ya no te podés poner ni de casualidad rojo y verde porque el cerebro decodifica jipi, modal, incienso.

A mí, debo admitir, se me había escapado ese dato de la realidad, pero hablé como si estuviera al tanto, con la naturalidad de quien ya lo pensó antes:

—Totalmente. Ya la mina jipi se había adueñado del verde-violeta, pero con el verde-rojo la cosa fue masiva. Hombres y mujeres.

Pero después vine a casa y caí en la cuenta de que muchas veces me pongo un buzo verde y un saquito rojo. Y deseé en silencio que Gimena no me hubiera visto nunca así.

Ahora, cada vez que me voy a vestir para ir a la rambla, escucho dos voces en mi cabeza:

“Si esas prendas te gustan juntas, te las tenés que poner igual”, dice una.

“Te verás como una jipi, ya bastantes problemas tienes”, dice la otra.

Y siento ganas de llamar a mi psicólogo… De preguntarle cuándo es que se termina de armar el yo, a qué edad, finalmente,  se termina el colonialismo de la opinión ajena.