Hubo unos meses en que chateábamos por trabajo. Cuando la conversación se redondeaba, él me
mandaba un punto. No escribía la palabra “punto”. Ponía el signo de
punto, solito y solo. Se me abría la ventana de diálogo y yo veía un puntito aislado,
como un lunarcito de la pantalla. Ninguna palabra antes ni después.
Las primera veces pensé que era distracción. Después creí que era un tic. Pero la costumbre era demasiado constante. Llegué a creer que era un purista del lenguaje, que no podía permitir que una frase se quedara sin su punto final.
Igual era raro, porque a veces la última línea ya tenía el punto que le correspondía y él me mandaba otro punto más, un punto que yo no sabía cómo interpretar.
Pasaron dos meses. Un día junté valor y le pregunté:
— ¿Por qué siempre me mandas un punto al final de las charlas? ¿Qué significa eso?
Demoró en responder. Y acaso por eso me desilusionó tanto tanto la respuesta:
—Porque si no me queda tintineando tu ventana y me embola.
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