El psicólogo fue tajante: mi problema con los kilos era que no tomaba conciencia de lo que comía. “Debes observarte mientras comes”, ordenó. Y como soy muy literal, me compré un espejo y lo puse en una silla del comedor que está frente a la mía.
Los primeros días fue raro. Me daban ganas de convidarme, dejé de mojar el pan en los líquidos del plato y empecé a cuidarme de mis propios modales.
Después me empezó a gustar. Un día, casi sin querer, me deseé “buen provecho” y comenté en voz alta que la carne estaba un poco dura. A la tercera semana me pasaba hablando todo el almuerzo y casi no comía.
Al poco tiempo, la mujer que almuerza conmigo me dijo que estaba demasiado flaca. "Creo que unos kilos más te sentarían mejor", sentenció.
Me angustié. ¿Cómo hacía para engordar? “Se lo preguntaré a mi psicólogo”, pensé enseguida. Y me di cuenta de que había dejado la terapia.
4 comentarios:
beniiiisiiiimo!
brillante! como siempre...
Acabo de releerte, porque ayer andaba en otra, contento por no sé qué, y como que no prestado mucho atención ni entendido; y me limité a corregirte algo que estaba bien y me di por cumplido. Pero ahora que te releo me sumo a chiches y a María
:]
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