No me gustan los perros, pero adopté una cachorra por prescripción de mi piscólogo. Él dijo que me haría bien y yo le hice caso, como siempre, a pie juntillas.
Mengana está conmigo desde sus dos meses de vida y le tengo cariño, claro. Pero por ella me pasan cosas que no parecen beneficiosas para mi psique. Por ejemplo, empecé a mentir mucho más que antes.
Ella suele lamerme con toda la lengua, sin escatimar saliva, y me da asco. A la vez, no quiero que sienta que la rechazo. Entonces, lo que hago es mentirle que justo iba a hacer algo. Cuando me empieza a lamer la pierna le digo: “Vamos a la terraza a jugar, vení”, o “Vamos que tengo que cocinar, acompañame” y así la voy disuadiendo.
Además de mentirle a ella, le miento al prójimo. Porque nunca pude agarrar la caca con una bolsa de nailon, me da asco. Y como la gente a veces me ve, tengo que mentir. Sobre todo cuando bajo al parque y está mi vecino buen mozo con su perro, finjo: “¡Uy, no te puedo creer que me olvidé de traer bolsita otra vez!”.
A veces, él me da una que le sobra y yo hago algo peor: me distancio y actúo, finjo que levanto, pero no levanto nada.
Para empeorar las cosas, el otro día al psicólogo se le dio por evaluar mi tenencia de la perra. —¿Y te ocupas de todas sus cosas sin problemas? —preguntó. —Absolutamente —mentí.
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