Debe de ser porque mis padres se conocieron en un ómnibus interdepartamental. Capaz que inconscientemente es por eso que cuando viajo a Rocha rezo para que me toque alguno que esté bueno en el asiento de al lado.
Nunca me pasa. En Rutas del Sol siempre, pero siempre, me toca una de esas muchachitas de uñas pintadas que hablan por celular todo el viaje. Esta vez no. Milagro: se me sentó un hombre corpulento, bastante lindo. «Bien ahí, 2013», me alegré en silencio.
—Te molesto un segundo —me dijo a los pocos minutos de que arrancamos.
«Opa, no pensé que me hablara tan rápido», me dije.
—¿Me dejás pasar que voy al baño?
Nuestros asientos eran cercanos al baño y, como no cerró la puerta, pude ver que solo se lavó las manos. «Qué divino, al fin un tipo aseado en medio de todos estos mugrientitos», me felicité.
Ya estaba imaginándome cómo sería la charla y si me lo llevaría a casa esa misma noche cuando sucedió algo raro. Abrió la mochila y se asomó una esponja de baño medio rosadita. Mmmm ... Viaja con la esponja... Mmmm. «Capaz que es de la madre, que se la dejó olvidada en el rancho y el muy santo se la trae a Montevideo».
Pero unos segundos después… mmm… sacó un frasco alcohol gel y se empezó a frotar las manos que recién se había lavado. Y se pasó mucho por los antebrazos.
«Ta. No. Alcohol gel. No podés. Vos debés de ser uno de esos loquitos que igual te hacen levantar para cambiar las sábanas después del sexo. Mejor dejémoslo acá. No vengas a casa. Dejá».
Como siempre que me preparo para un viaje largo, me di unos disparos con mi spray de los ataques de pánico y me puse los auriculares.
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