El otro día lo crucé en la peatonal Sarandí.« ¡Qué zarpadas las vueltas de la vida!», pensé.
¿Viste que en la escuela hay una edad en que a las niñas les da mucha vergüenza interactuar con los varones? Bueno, en esa edad llegó Jorgito E. a mi clase.
Venía de una escuela rural que tenía seis alumnos, dijo la maestra.
A los pocos días, una reunión de padres iba a cambiar mi vida para siempre. En la estrategia participaron las siguientes personas:
a) la maestra,
b) mi madre,
c) la madre de Jorgito E.
Me llamaron para hablar y me dijeron que tenía que jugar con Jorgito, que él no se estaba adaptando bien y que volvía a su casa llorando. Había que revertir la situación, me trasmitieron.
Yo era la listilla, la popular, la de la Cruz Roja que además habla en los actos. Y se me encomendó una misión humanitaria, propiamente.
Para estar a la altura tuve que pelear contra la vergüenza e ignorar las bromas. Lo hice y jugué con Jorgito E. todas las tardes durante un tiempo, hasta que lo empezaron a invitar a los cumpleaños y eso.
Pasaron como veinticinco años y el otro día me lo crucé en la peatonal, te decía. Bronceado, altísimo y muy atlético. Está casado con una mujer preciosa, tiene dos hijitos y mucho dinero. Es lo que la gente definiría como un hombre exitoso, sencillamente.
Yo, por mi parte, me quedé sola, gano un sueldo de sobrevivencia y voy a terapia porque solo logro hacer amistades patológicas con los hombres.
No le di mucho detalle de mi vida y lo despedí con cariño, claro. Pero después de que caminé unos pasos tuve como ganas y girar y gritarle:
—¡Devuélveme mi vida, Jorgito!
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