martes, 30 de octubre de 2012
Nomenclatura pesada
Vi en Facebook una foto de unos pibes que están comiendo pollo al espiedo en Ecuador y me pregunté cómo y por qué dejamos ese manjar. Me gustaría que alguien investigara la situación del pollo al espiedo en América Latina, y por qué los ecuatorianos, por ejemplo, lo siguen disfrutando y se comen las alas con la mano, cuando acá parece que se prohibió.
Eso me interesa realmente, pero sobre todo te lo cuento para no hablar siempre de tipos, que es un tema que me cansa. Porque el otro día viene Gimena y me dice: «Maru, tengo dos amigos para presentarte». Y me los empieza a describir. Y ahí me di cuenta de un problema que atenta contra el emparejamiento de las personas y del que yo, hasta ahora, no me había desayunado.
Porque me acuerdo que cuando era chica y mamá me dijo que un día iba a encontrar al hombre indicado para casarme y todo eso, pensé: «¿Y si vive en otro país? ¿Cómo lo voy a conocer?». Después me di cuenta de que no, de que el universo de posibilidades no era tan grande. Que era mejor que mirara en mi país, en mi ciudad, en mi clase sociocultural, entre los de mi generación, entre los que no usan drogas duras, entre los que no usan pañuelos de tela, entre los que no se ponen pantalones de esos a rayitas que se atan adelante.
Ya había muchas restricciones para encontrar a mi hombre ideal cuando Gime me aparece con sus candidatos:
—Está separado hace unos meses, tiene dos hijitos, es lindo, más alto que vos, tiene buena espalda…
—¿Por qué no te gusta a vos?
—Porque es ingeniero.
—A mí no me molesta. ¿Cómo se llama?
—Rolando.
Chan. Chan. ¿Rolandooo?
Recién ahí caí en la cuenta de que, a todas las limitaciones naturales para que uno encuentre al amor de su vida, se suma esta otra: la nomenclatura. No es que los nombres sean feos, sino que no formaron parte de tu paisaje mientras crecías. En mi clase no había Rolandos, Ricardos o Robertos (ni Gladys, ni Margots, ni Elsas). Así se llamaban los tíos o los padres.
Y yo ahora no me puedo imaginar hablándole un domingo: «¿Vos aprontás el mate, Rolando?». O llamándolo desde otra habitación para que vea un video en Youtube: «¡Vení, vení a ver este video que está bárbaro, Rolando». Imposible.
—Contame del otro que me ibas a presentar. Rolando no.
—¿Pero por qué no? Maru, no seas boba. Yo casi tuve un proyecto de vida con un Roberto.
—Ta, pero tenía un apodo. Con apodo no vale.
—¡Y le ponemos apodo!
—No, Gime. En algún momento lo tengo que presentar con mis hermanos. No puedo.
—El otro se llama Tomás.
—Ta, olvidate. Tampoco.
—Tomás es lindo nombre.
—Sí pero seguro es pendejo. ¿Cuánto tiene?
—Un poco sí. Tiene 27.
—Psss. No. A Tomás me lo como en dos panes. En dos panes al comienzo y después al espiedo.
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