Mamá me regaló una crema antiarrugas. Ese hecho, por sí sólo, valdría una reflexión, pero el problema no es la crema en sí. Creo que el problema es el frasco, el pote, el envase.
A la crema la usé con mucho gusto. Hace como un mes me pareció que se estaba terminando y compré otra. Pero a la de mami le quedaba un poco, así que la dejé boca abajo.
Empecé a ponerme de la nueva. Todos los días, cuando termino de untármela, saco un restito de la de mami, con la esperanza de que sea la última vez. Pero sigue saliendo. Y me pongo de esa también.
A veces la cara ya no puede absorber más y me la desparramo en los brazos. Cuando me parece demasiado derroche, la cierro y pienso: “mañana se termina seguro” y la dejo boca arriba. Pero no se acaba.
No quiero pensar que el frasco está endiablado y se rellena solo. Sólo trato de ver por qué me falta valor para tirarlo de una vez. Tener dos cremas en la pileta me deja sin espacio para el jabón, por ejemplo, pero no me decido a hacer nada.
Me pregunto si esa indecisión es hija de mi masoquismo… Ese mismo masoquismo que siempre me hace prolongar las incomodidades o mirar primero el “Correo no deseado” en el Hotmail.
También puede ser avaricia, o castigo divino por hacerle frente al paso del tiempo. O puede ser una prueba más de que las cosas que nos dan las madres duran para siempre.
2 comentarios:
Es una metáfora de la soledad, interminable.
Te digo lo q yo hago SIEMPRE antes de tirar un frasco de crema: lo apuñalo con la punta de un cuchillo o tijera abierta y lo corto al medio, así puedo llegar al interior del mismo y rescatar con el dedo hasta el último gramo de crema. Recién ahí queda libre el lugar en mi mueble del baño.
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