Hoy me compré una mochila en el Chuy. Re linda. Aunque mamá dice que ese color se ensucia mucho y que cómo la voy a lavar.
Ella quiere que la ponga como regalo en el arbolito.
- ¿Te acordás de que una Navidad te dejé una mochila en el arbolito?- me pregunta.
- No fue en el arbolito. ¿No te acordás de lo que me pasó con esa mochila?
- No.
- ¡Ay mamá! Si fue horrible…
***
Todo sucedió, supongo, por culpa del hastío. Era un diciembre aburrido y yo, como de costumbre, estaba en Montevideo, ayuna de todo sentimiento amoroso.
A él lo había conocido en un viaje. No me había enamorado, pero me daban ganas de verlo de nuevo… Sólo tenía su correo y había cero confianza como para invitarlo a casa. ¿Qué podía hacer? Nada.
Un día, él me escribió un correo que lo solucionaba todo: “Viajo para Treinta y Tres. ¿Necesitas que te traiga algo?”. No necesitaba nada, pero dije que sí y llamé a mamá:
- Mami, ¿tenés mi regalo de Navidad ahí?
- Sí, ya está en el árbol.
- Ok. Entonces sacalo, sacale el papel y dáselo a mi hermana.
- ¿Para qué se lo voy a dar? Si ella no usa mochilas…
- ¿Una mochila me compraste? ¡Qué bueno! Pero vos hacé lo que te digo. Yo me ocupo de que haya algo para mí en el arbolito. Dale la mochila a mi hermana, que voy a llamarla para que se la alcance a un amigo que va para ahí.
Mi madre obedeció sin preguntar mucho y mi hermana hizo todo perfecto. Lo buscó y le dio mi abortado regalo navideño. Al otro día, él me estaba llamando para llevarla a casa.
Cuando llegó, era más lindo de lo que yo recordaba. Yo estaba nerviosa y empecé por abrir el paquete pero… oh sorpresa, la mochila era un horror. Acaso la más fea que se ha fabricado en la industria del viaje.
Estaba tratando de sobreponerme de la desilusión cuando escuché que me hablaba:
- Che… Me enamoré de tu hermana. Me caso con tu hermana. ¿Tiene novio allá?
Tuve que decir una frase cualquiera mientras respiraba hondo:
- Lo bueno de este color es que no se ensucia, ¿no?
Entonces caí en la cuenta: Papá Noel me había traído, nuevamente, un amigo asexuado… La gran mochila que cargo desde siempre.
- Mi hermana está sola- le dije.
***
Mamá dice que no se acuerda. Y asegura que mi mochila estaba en el arbolito. Una mochila lindísima y de un color mucho mejor que esta nueva, que se me va a ensuciar de nada.
domingo, 20 de diciembre de 2009
domingo, 6 de diciembre de 2009
Retener al aburrido
El primer episodio fue en la perfumería. Fui a elegir una tinta de pelo y el celular se quedó entre las cajas. Enseguida me di cuenta y volví. Lo encontré. Qué suerte tuve, pensé.
Eso pasó el jueves. El viernes ocurrió el segundo episodio. Voy caminando por la rambla y viene un chorro con una navaja. Se lleva la plata y el MP4 y me dice:
- El celular también.
- Ah no, le digo. El celular no te lo va a comprar nadie porque es re viejo… Es una porquería.
Lo convencí y me lo dejó. Qué suerte tuve, pensé.
Eso pasó el viernes. El sábado sucedió el tercero. Me bajo de un taxi a la una de la mañana y entro a casa. Miro el bolso y no veo el celular. Disco desde el fijo y atiende un señor:
- ¿Quién habla?- pregunto.
- Yo… eh … acabo de subirme a un taxi y sonó este celular. Por suerte lo agarré yo porque otro igual se lo queda.
Qué suerte tuve, pensé.
“Debería hacerle una limpieza con alguna bruja a este aparato”, bromeé con Daniel cuando fui a almorzar a su casa el domingo. Al regreso del almuerzo, nuevamente estoy ayuna de todo celular. Daniel me llama al fijo.
- Tu celular está en casa.
- ¿Lo tenés al lado?
- Sí.
- Entonces miralo a los ojos y decile que entendí perfecto. Que si me quería dejar, se hubiera apagado un par de veces que yo no iba a insistir, que no hacía falta usar una estantería, un chorro, un taxista… Que si se aburre conmigo porque nunca llama nadie, que lo entiendo. Yo también hubiera querido que fuera distinto. Pero de verdad no era necesario todo esto.
- ¿Te lo llevo más tarde?
- Bueno.
No sé si he tenido suerte. Pero gracias a él sé que permanece intacta mi vocación de retener a los que ya se quieren ir.
Eso pasó el jueves. El viernes ocurrió el segundo episodio. Voy caminando por la rambla y viene un chorro con una navaja. Se lleva la plata y el MP4 y me dice:
- El celular también.
- Ah no, le digo. El celular no te lo va a comprar nadie porque es re viejo… Es una porquería.
Lo convencí y me lo dejó. Qué suerte tuve, pensé.
Eso pasó el viernes. El sábado sucedió el tercero. Me bajo de un taxi a la una de la mañana y entro a casa. Miro el bolso y no veo el celular. Disco desde el fijo y atiende un señor:
- ¿Quién habla?- pregunto.
- Yo… eh … acabo de subirme a un taxi y sonó este celular. Por suerte lo agarré yo porque otro igual se lo queda.
Qué suerte tuve, pensé.
“Debería hacerle una limpieza con alguna bruja a este aparato”, bromeé con Daniel cuando fui a almorzar a su casa el domingo. Al regreso del almuerzo, nuevamente estoy ayuna de todo celular. Daniel me llama al fijo.
- Tu celular está en casa.
- ¿Lo tenés al lado?
- Sí.
- Entonces miralo a los ojos y decile que entendí perfecto. Que si me quería dejar, se hubiera apagado un par de veces que yo no iba a insistir, que no hacía falta usar una estantería, un chorro, un taxista… Que si se aburre conmigo porque nunca llama nadie, que lo entiendo. Yo también hubiera querido que fuera distinto. Pero de verdad no era necesario todo esto.
- ¿Te lo llevo más tarde?
- Bueno.
No sé si he tenido suerte. Pero gracias a él sé que permanece intacta mi vocación de retener a los que ya se quieren ir.
jueves, 3 de diciembre de 2009
Inocentes 33
Siempre he tenido métodos de seducción muy burdos. Uno es decir que no me gusta el sexo. Si decís eso, como que los tipos piensan: “eso es porque no te ha tocado conmigo”... Como si se les activara la ambición de ser la excepción. Este método funciona bastante, pero es trabajoso en términos de argumentación discursiva.
Otros incluyen sacrificios. Ejemplo:
Voy sentada en el avión, me gusta el tipo que está al lado y no sé como empezar a hablarle. Reparten la comida. Me como lo salado y dejo el postre para regalárselo y que surja la siguiente conversación:
- ¿Me estás dando tu postre? ¿En serio? ¿No te gusta?
- Sí, me gusta. Pero viene el verano en mi país y ya ves... Tengo que bajar un poco de peso.
Si el tipo es un imbécil o un mochilero en crisis existencial, se come el postre y la cosa queda ahí. O peor, (me ha pasado) me rechazan el dulce.
Pero si no lo es, el diálogo seguirá.
- ¿Cómo que bajar de peso? Yo te veo muy bien.
En esa parte, yo sonrío de manera que la charla siga, y siga, y a veces se dan las cosas.
Este método tiene algunas desventajas:
1- Viajo en avión (promedialmente) cada tres años.
2- No siempre me tocan tipos lindos al lado.
3- No siempre viene el verano en mi país.
4- A veces me dan verdaderas ganas de comerme el postre.
En este último viaje tuve una competencia descarnada con la mujer que se sentó tercera en la fila. Era colombiana y vi la desventaja desde el comienzo. Él, sentado en el medio, trataba de alternar la charla con las dos.
La colombiana hablaba entusiasta. Yo tenía sueño, así que me rendí y decidí dormir.
Estaba por empezar a soñar cuando escucho que él le pregunta:
- ¿En serio no comes tu postre? ¿Por qué?
Y ella que le responde de frente y mano (imagino que con cara de vicio)
- Quiero compartir con usted.
Puf. Diez a cero. Ya puedo ponerme a gritar en el pasillo que no me gusta el sexo que este hombre está 100% ganado, admití.
Por un instante, de todas formas, quise que él dijera: “No puedo. Gracias. Soy diabético”. Pero solo se oyó el silencio cómplice.
Entonces me doy cuenta: no me ha valido de casi nada cumplir 33. Soy un bebé de pecho. Y ya no logro dormirme, mitad por la revelación, mitad por hambre.
Otros incluyen sacrificios. Ejemplo:
Voy sentada en el avión, me gusta el tipo que está al lado y no sé como empezar a hablarle. Reparten la comida. Me como lo salado y dejo el postre para regalárselo y que surja la siguiente conversación:
- ¿Me estás dando tu postre? ¿En serio? ¿No te gusta?
- Sí, me gusta. Pero viene el verano en mi país y ya ves... Tengo que bajar un poco de peso.
Si el tipo es un imbécil o un mochilero en crisis existencial, se come el postre y la cosa queda ahí. O peor, (me ha pasado) me rechazan el dulce.
Pero si no lo es, el diálogo seguirá.
- ¿Cómo que bajar de peso? Yo te veo muy bien.
En esa parte, yo sonrío de manera que la charla siga, y siga, y a veces se dan las cosas.
Este método tiene algunas desventajas:
1- Viajo en avión (promedialmente) cada tres años.
2- No siempre me tocan tipos lindos al lado.
3- No siempre viene el verano en mi país.
4- A veces me dan verdaderas ganas de comerme el postre.
En este último viaje tuve una competencia descarnada con la mujer que se sentó tercera en la fila. Era colombiana y vi la desventaja desde el comienzo. Él, sentado en el medio, trataba de alternar la charla con las dos.
La colombiana hablaba entusiasta. Yo tenía sueño, así que me rendí y decidí dormir.
Estaba por empezar a soñar cuando escucho que él le pregunta:
- ¿En serio no comes tu postre? ¿Por qué?
Y ella que le responde de frente y mano (imagino que con cara de vicio)
- Quiero compartir con usted.
Puf. Diez a cero. Ya puedo ponerme a gritar en el pasillo que no me gusta el sexo que este hombre está 100% ganado, admití.
Por un instante, de todas formas, quise que él dijera: “No puedo. Gracias. Soy diabético”. Pero solo se oyó el silencio cómplice.
Entonces me doy cuenta: no me ha valido de casi nada cumplir 33. Soy un bebé de pecho. Y ya no logro dormirme, mitad por la revelación, mitad por hambre.
jueves, 19 de noviembre de 2009
Madres con razón
Recién pasé caminando por el Parque Rodó. Ver a los papis con sus hijos y sin las mamis me resulta enternecedor. Es muy fea mi actitud, lo sé, pero no lo puedo evitar. Es como cuando veo al médico que besa a los viejos. O a los escolares que van en excursión y sacan la mitad del cuerpo para saludar por la ventanilla… Me conmueve.
El Parque Rodó me hizo pensar en una repetida charla con mi madre. Cuando una madre nos dice que no tenemos pareja porque somos demasiado exigentes, atenti. Algo grave sucede. Y ni siquiera la madre es capaz de ver la dimensión del problema, aunque lo intuye.
Lo primero es no creerle jamás. Lo segundo, no renunciar al mínimo.
- Pero te juro que no, mami. No pido que haya estudiado en Harvard. Claro, el liceo sí, mamá. Menos que Secundaria completa no. Quiero decir, si tengo menos requisitos que el Ejército, estoy medio en el horno…
Mamá escucha como quien oye llover.
– No pido tanto, en serio. Que sea bastante mayor que yo, pero no viejo. Que esté divorciado pero le queden ganas de tener pareja. Que quiera tener pareja pero no ganas de convivir. Y que tenga dos hijitos del matrimonio anterior. Que los hijitos no sean bebés. Tipo, que no lloren mucho ni usen pañales. Pero que estén a tiempo de encariñarse conmigo. Y que la madre sea buena. Tipo, si hacen fiebre, ta, se los mando. Pero a mí también me quieren. No sé mucho cómo hacer para que me quieran si no convivo con el padre… Capaz que me compro un perro y hago que vengan a verlo y le den de comer y eso…
Mamá piensa que soy una ridícula pero no lo puede decir. Soy su hija.
Y decía que hoy la recordé cuando caminaba por el Parque Rodó. Cuando vi a todos esos padres sin parejas y con nenes, dije: “este es el lugar. Vendré a pasear aquí todos los domingos porque seguro que acá está el hombre que busco". Pero en seguida pensé:
- Igual es medio terraja venir al Parque Rodó. O sea, es como un paseo muy básico. Si te toca ver a tu hijo una vez a la semana… ¡podrías haberte puesto un poco las pilas! No sé, esmerarte, buscar un lugar distinto… ¿no?
Y en ese momento, cuando acabo de abandonar a mi hombre ideal imaginario por falta de originalidad, me acuerdo de mamá. Vaya uno a saber por qué…
El Parque Rodó me hizo pensar en una repetida charla con mi madre. Cuando una madre nos dice que no tenemos pareja porque somos demasiado exigentes, atenti. Algo grave sucede. Y ni siquiera la madre es capaz de ver la dimensión del problema, aunque lo intuye.
Lo primero es no creerle jamás. Lo segundo, no renunciar al mínimo.
- Pero te juro que no, mami. No pido que haya estudiado en Harvard. Claro, el liceo sí, mamá. Menos que Secundaria completa no. Quiero decir, si tengo menos requisitos que el Ejército, estoy medio en el horno…
Mamá escucha como quien oye llover.
– No pido tanto, en serio. Que sea bastante mayor que yo, pero no viejo. Que esté divorciado pero le queden ganas de tener pareja. Que quiera tener pareja pero no ganas de convivir. Y que tenga dos hijitos del matrimonio anterior. Que los hijitos no sean bebés. Tipo, que no lloren mucho ni usen pañales. Pero que estén a tiempo de encariñarse conmigo. Y que la madre sea buena. Tipo, si hacen fiebre, ta, se los mando. Pero a mí también me quieren. No sé mucho cómo hacer para que me quieran si no convivo con el padre… Capaz que me compro un perro y hago que vengan a verlo y le den de comer y eso…
Mamá piensa que soy una ridícula pero no lo puede decir. Soy su hija.
Y decía que hoy la recordé cuando caminaba por el Parque Rodó. Cuando vi a todos esos padres sin parejas y con nenes, dije: “este es el lugar. Vendré a pasear aquí todos los domingos porque seguro que acá está el hombre que busco". Pero en seguida pensé:
- Igual es medio terraja venir al Parque Rodó. O sea, es como un paseo muy básico. Si te toca ver a tu hijo una vez a la semana… ¡podrías haberte puesto un poco las pilas! No sé, esmerarte, buscar un lugar distinto… ¿no?
Y en ese momento, cuando acabo de abandonar a mi hombre ideal imaginario por falta de originalidad, me acuerdo de mamá. Vaya uno a saber por qué…
lunes, 16 de noviembre de 2009
Segundas vueltas...
Como en las novelas, él era rico y yo pobre. Sus padres eran universitarios; los míos obreros. Su casa grande quedaba a unos kilómetros de la ciudad. La mía, chiquita, en un barrio de calles inundables.
José Antonio. La primera vez que lo vi fue en un acto de la escuela. No recuerdo si bailaba el carnavalito o cantaba “Que canten los niños, que alcen su voz”, pero lo vi y lo supe: me iba a gustar para siempre y él jamás se enamoraría de mí.
Era inteligente, abanderado, soberbio, tímido e, intuyo, un poco misógino. Pero me encantaba. José Antonio. Hasta el nombre era de novela.
En la escuela lo amé en silencio. Pero en el liceo la cosa se picó un poco más. Las hormonas le ganaron a la lucha de clases y agarramos la costumbre de apretar a la salida de los bailes.
Nos besábamos hasta que su hermano venía a buscarlo, porque como vivían lejos, se tenían que ir en el mismo auto. Por eso aprendí a manejar. Para llevarlo yo misma y poder besarlo más rato. José Antonio.
Eso sí, me daba miedo poner tercera. Hacíamos los cinco kilómetros en segunda y él me decía que así iba a levantar temperatura el auto, y yo que no, que no, que siempre hacía ese ruido.
A veces manejaba a la ida y yo volvía sola en segunda. Llegaba tardísimo de los bailes en esa época. Pero nunca hicimos el amor con José Antonio (con ese nombre no pega otro verbo). ¿Por qué no lo hicimos? Es lo que me pregunto siempre.
Se casó y, desde entonces, solo lo veo en las elecciones, cuando voy a mi pueblo a votar. Una vez cada cinco años. Nos cruzamos en el centro y nos saludamos con la mano, de lejos.
Este 25 de octubre mamá me fue a esperar al ómnibus.
- No vamos a pasar por el centro porque hay demasiado tránsito-me avisó camino a casa.
- ¡Ahhh mamá! La única chance de ver a José Antonio y me la sacás así!
- ¡Qué José Antonio ni José Antonio! Si no lo ves nunca y está casado.
- ¡Por eso mismo!
Pero no la convencí. Voté, trabajé y en la madrugada viajé de regreso a Montevideo.
Llego a Tres Cruces, me levanto para agarrar mi bolso y, justo en la fila de asientos de enfrente, veo la sonrisa de José Antonio. Me dice:
- ¿Cómo te va? ¡Tantos años!
No pude hacer nada. Ni hablar. Solo sonreír e imaginarme cómo me vería, toda despeinada, el maquillaje corrido, apenas despierta, acaso con lagañas. Hice como que buscaba algo bajo el asiento.
Hubiera querido decirle:
- ¿Tenés hijos? ¿Has tenido alguna crisis matrimonial? ¿Seguís siendo católico? Yo manejo poco, pero pongo hasta quinta sin problemas.
No dije nada. Llegué a casa y llamé a mamá:
- Para el 29, cuando me saques el pasaje, ¡el asiento tiene que ser pegado al de José Antonio mamá! ¡No enfrente! ¡Para algo tienen que servir las segundas vueltas!
José Antonio. La primera vez que lo vi fue en un acto de la escuela. No recuerdo si bailaba el carnavalito o cantaba “Que canten los niños, que alcen su voz”, pero lo vi y lo supe: me iba a gustar para siempre y él jamás se enamoraría de mí.
Era inteligente, abanderado, soberbio, tímido e, intuyo, un poco misógino. Pero me encantaba. José Antonio. Hasta el nombre era de novela.
En la escuela lo amé en silencio. Pero en el liceo la cosa se picó un poco más. Las hormonas le ganaron a la lucha de clases y agarramos la costumbre de apretar a la salida de los bailes.
Nos besábamos hasta que su hermano venía a buscarlo, porque como vivían lejos, se tenían que ir en el mismo auto. Por eso aprendí a manejar. Para llevarlo yo misma y poder besarlo más rato. José Antonio.
Eso sí, me daba miedo poner tercera. Hacíamos los cinco kilómetros en segunda y él me decía que así iba a levantar temperatura el auto, y yo que no, que no, que siempre hacía ese ruido.
A veces manejaba a la ida y yo volvía sola en segunda. Llegaba tardísimo de los bailes en esa época. Pero nunca hicimos el amor con José Antonio (con ese nombre no pega otro verbo). ¿Por qué no lo hicimos? Es lo que me pregunto siempre.
Se casó y, desde entonces, solo lo veo en las elecciones, cuando voy a mi pueblo a votar. Una vez cada cinco años. Nos cruzamos en el centro y nos saludamos con la mano, de lejos.
Este 25 de octubre mamá me fue a esperar al ómnibus.
- No vamos a pasar por el centro porque hay demasiado tránsito-me avisó camino a casa.
- ¡Ahhh mamá! La única chance de ver a José Antonio y me la sacás así!
- ¡Qué José Antonio ni José Antonio! Si no lo ves nunca y está casado.
- ¡Por eso mismo!
Pero no la convencí. Voté, trabajé y en la madrugada viajé de regreso a Montevideo.
Llego a Tres Cruces, me levanto para agarrar mi bolso y, justo en la fila de asientos de enfrente, veo la sonrisa de José Antonio. Me dice:
- ¿Cómo te va? ¡Tantos años!
No pude hacer nada. Ni hablar. Solo sonreír e imaginarme cómo me vería, toda despeinada, el maquillaje corrido, apenas despierta, acaso con lagañas. Hice como que buscaba algo bajo el asiento.
Hubiera querido decirle:
- ¿Tenés hijos? ¿Has tenido alguna crisis matrimonial? ¿Seguís siendo católico? Yo manejo poco, pero pongo hasta quinta sin problemas.
No dije nada. Llegué a casa y llamé a mamá:
- Para el 29, cuando me saques el pasaje, ¡el asiento tiene que ser pegado al de José Antonio mamá! ¡No enfrente! ¡Para algo tienen que servir las segundas vueltas!
martes, 27 de octubre de 2009
Por mi bandera y por Bolívar
No voy a decir que éramos pobres, pero la comida en mi casa era rústica: chuletas, arroz, puré, milanesas….
Un día hubo invitados a cenar. Yo tendría unos ocho años y, gracias al matrimonio convidado, pusimos los platos grandes (todos iguales) y conocí la salsa carusso con champignones.
Poseída por la novedad y por mi proverbial angurria, me serví cuatro platos de capelettis.
Pagué el exceso con seis días de internación, tres de suero y cientos de paños helados en la panza. Pero la gran secuela llegó años más tarde, cuando se eligieron los abanderados de la escuela. Hubo paridad de notas y se desempató por inasistencias. Yo tenía seis. La que salió abanderada, cero.
No había vuelto a comer champignones hasta ayer. Mi madre me había llamado para consultarme qué le ponía al pollo relleno que me mandaba desde Treinta y Tres.
- ¿Te gusta con champignones?
- Mami, ¿no te acordás que no los soporto?
- ¡Ah! Me confundo con tus hermanos. Me confunde quién es que no come cada cosa…
- Mami, yo perdí el pabellón nacional por los champignones.
- Ahhh… Siempre me olvido…Bueno.
Ella trabaja en el hotel de Treinta y Tres. Al día siguiente me llama para decirme que me manda la comida en una caja. Y me cuenta que le llevó el pollo al cocinero del hotel, Bolívar, para que se lo hiciera a las brasas, porque queda mejor, dice.
- Además del pollo te mando algo más. Porque como vos siempre se los elogías tanto, Bolívar te quiso hacer un par de omelettes.
- ¡Me encantan los omelettes de queso de Bolívar! ¡Son los mejores! Decile que muchas gracias.
- Sí, pero esta vez, como no había del queso que te gusta, les puso champignones. ¿Vos comés champignones, no?
- Sí, como. Como- dije. Y cortamos.
Llegó la caja. La abrí, respiré hondo y comí. Con champignones y todo. Ya había perdido mi bandera por culpa de ellos. Dejar de honrar a Bolívar sería demasiado.
Un día hubo invitados a cenar. Yo tendría unos ocho años y, gracias al matrimonio convidado, pusimos los platos grandes (todos iguales) y conocí la salsa carusso con champignones.
Poseída por la novedad y por mi proverbial angurria, me serví cuatro platos de capelettis.
Pagué el exceso con seis días de internación, tres de suero y cientos de paños helados en la panza. Pero la gran secuela llegó años más tarde, cuando se eligieron los abanderados de la escuela. Hubo paridad de notas y se desempató por inasistencias. Yo tenía seis. La que salió abanderada, cero.
No había vuelto a comer champignones hasta ayer. Mi madre me había llamado para consultarme qué le ponía al pollo relleno que me mandaba desde Treinta y Tres.
- ¿Te gusta con champignones?
- Mami, ¿no te acordás que no los soporto?
- ¡Ah! Me confundo con tus hermanos. Me confunde quién es que no come cada cosa…
- Mami, yo perdí el pabellón nacional por los champignones.
- Ahhh… Siempre me olvido…Bueno.
Ella trabaja en el hotel de Treinta y Tres. Al día siguiente me llama para decirme que me manda la comida en una caja. Y me cuenta que le llevó el pollo al cocinero del hotel, Bolívar, para que se lo hiciera a las brasas, porque queda mejor, dice.
- Además del pollo te mando algo más. Porque como vos siempre se los elogías tanto, Bolívar te quiso hacer un par de omelettes.
- ¡Me encantan los omelettes de queso de Bolívar! ¡Son los mejores! Decile que muchas gracias.
- Sí, pero esta vez, como no había del queso que te gusta, les puso champignones. ¿Vos comés champignones, no?
- Sí, como. Como- dije. Y cortamos.
Llegó la caja. La abrí, respiré hondo y comí. Con champignones y todo. Ya había perdido mi bandera por culpa de ellos. Dejar de honrar a Bolívar sería demasiado.
miércoles, 7 de octubre de 2009
Meditación sentida
Acabo de recibir un mail que invita a la meditación "más grande de la historia del continente". La verdad es que me dan ganas. Sobre todo por ver si encuentro a alguien que le pase lo mismo que a mí cuando medito.
En la terapia meditábamos bastante. Después cada uno contaba lo que le había sucedido. Había gente que se encontraba con familiares muertos, gente que sentía calor o frío, gente que lloraba y hasta alguno que experimentaba transformaciones físicas, como que le crecían las uñas de golpe.
Yo llegué a tener dos sensaciones mientras meditaba: 1. "Me duele la espalda y me quiero acomodar". Y 2, "Me pica la nariz y no me puedo rascar".
Una vez nos dijeron: "ahora vamos a meditar de dos". En general todo lo que se hace de a dos me sale fatal y siempre tengo la esperanza de que el grupo sea impar. Muchas veces tengo suerte, pero después es peor porque me toca hacer los ejercicios con el profe, pero ese no es el cuento).
Mi compañero de meditación se llamaba Rolando. "Esta vez será de ojos abiertos, cada uno mirando a su compañero", indicaron. Con Rolando nos sentamos a lo indio, enfrentados, y nos miramos fijo.
De repente me parece que los ojos de Rolando se llenan de lágrimas. Fijo la vista y me parece que hace una mueca, como si se estuviera ahogando. Parpadeo para verificar que no sea mi percepción distorsionada. No. Efectivamente Rolando tiene los ojos llorosos y algo le sucede, se le mueven unos músculos de la cara. No me imagino qué siente ni me interesa demasiado. Lo único que me importa es que al fin tendré algo para contar.
"¿Qué sentiste, Maru?" me preguntaron. "¿Yo? Que Rolando se ahogaba y estaba llorando por dentro", empecé a explicar. Entre todos le buscamos una interpretación y sentí que salí del ostracismo de los meditadores.
Pero cuando guardábamos los almohadones, Rolando se me acercó:
- No te quise interrumpir mientras hablabas, pero lo que me pasó a mí… Yo en realidad… Te lo quiero decir. Lo que me pasó es que estaba reprimiendo el bostezo y por eso me lloraban los ojos.
Hice como que no lo escuchaba pero lo escuché. Y me fui.
A la siguiente meditación estábamos todos en ronda, una ronda grande. Frente a mí había un hombre lindo, pero esta vez nos tocó de ojos cerrados. "¿Tu qué sentís, Maru? me preguntaron al final". Estaba decidida a que me pasara algo, entonces lo dije:
- ¿Yo? Ganas de que me abrace él- respondí y señalé al tipo de enfrente.
El hombre se levantó y vino a abrazarme. Cuando me cansé de acariciar su espalda, lo solté y puse cara de que un ancestro en común me había hablado desde la muerte... Vamos... qué seguramente me habló y no me di cuenta.
En la terapia meditábamos bastante. Después cada uno contaba lo que le había sucedido. Había gente que se encontraba con familiares muertos, gente que sentía calor o frío, gente que lloraba y hasta alguno que experimentaba transformaciones físicas, como que le crecían las uñas de golpe.
Yo llegué a tener dos sensaciones mientras meditaba: 1. "Me duele la espalda y me quiero acomodar". Y 2, "Me pica la nariz y no me puedo rascar".
Una vez nos dijeron: "ahora vamos a meditar de dos". En general todo lo que se hace de a dos me sale fatal y siempre tengo la esperanza de que el grupo sea impar. Muchas veces tengo suerte, pero después es peor porque me toca hacer los ejercicios con el profe, pero ese no es el cuento).
Mi compañero de meditación se llamaba Rolando. "Esta vez será de ojos abiertos, cada uno mirando a su compañero", indicaron. Con Rolando nos sentamos a lo indio, enfrentados, y nos miramos fijo.
De repente me parece que los ojos de Rolando se llenan de lágrimas. Fijo la vista y me parece que hace una mueca, como si se estuviera ahogando. Parpadeo para verificar que no sea mi percepción distorsionada. No. Efectivamente Rolando tiene los ojos llorosos y algo le sucede, se le mueven unos músculos de la cara. No me imagino qué siente ni me interesa demasiado. Lo único que me importa es que al fin tendré algo para contar.
"¿Qué sentiste, Maru?" me preguntaron. "¿Yo? Que Rolando se ahogaba y estaba llorando por dentro", empecé a explicar. Entre todos le buscamos una interpretación y sentí que salí del ostracismo de los meditadores.
Pero cuando guardábamos los almohadones, Rolando se me acercó:
- No te quise interrumpir mientras hablabas, pero lo que me pasó a mí… Yo en realidad… Te lo quiero decir. Lo que me pasó es que estaba reprimiendo el bostezo y por eso me lloraban los ojos.
Hice como que no lo escuchaba pero lo escuché. Y me fui.
A la siguiente meditación estábamos todos en ronda, una ronda grande. Frente a mí había un hombre lindo, pero esta vez nos tocó de ojos cerrados. "¿Tu qué sentís, Maru? me preguntaron al final". Estaba decidida a que me pasara algo, entonces lo dije:
- ¿Yo? Ganas de que me abrace él- respondí y señalé al tipo de enfrente.
El hombre se levantó y vino a abrazarme. Cuando me cansé de acariciar su espalda, lo solté y puse cara de que un ancestro en común me había hablado desde la muerte... Vamos... qué seguramente me habló y no me di cuenta.
viernes, 18 de septiembre de 2009
entrepierna
No es vergüenza de mí ni lástima de ella. Es una mezcla de las dos cosas lo que siento cuando la depiladora me saca los pelos de la entrepierna.
Pienso en lo ingrato de ese oficio que la obliga a manipular las partes bajas de otras mujeres. Imagino que algunas clientas irán transpiradas, otras con granos, protectores sucios o quién sabe.
Porque una cosa es el médico. El médico sabe a qué se atiene desde la facultad. Pero la depiladora estudió para esteticista. Es una trabajadora de la belleza que seguramente soñó con maquillar a las estrellas de la TV y, sin embargo, tiene que depilar entrepiernas, frente a un paisaje de labios genitales.
Yo quería distraer a mi depiladora para que no pensara en lo que estaba haciendo, para que se le hiciera más llevadero el momento…
Primero pensé en contarle que una vez me rebotaron una nota porque tenía la frase “depilarse la entrepierna”. Pero eso nos llevaría a hablar de la influencia del catolicismo en algunos medios, la libertad de prensa y esas cosas, así que me arrepentí.
Después pensé en preguntarle si alguna vez se había fijado en lo linda que es la palabra “entrepierna”. Porque es como la unión natural de dos palabras también lindas. Y la suma es poética y sugerente. Pero tuve miedo de que respondiera: “Sí, muy linda palabra... Nada que ver con lo que designa…”.
Al final encontré algo para distraerla:
- Viste que si vos te sacás mucho las cejas, como las señoras de antes, no te crecen más. ¿Qué tendrán de diferente estos pelos? Porque la información genética de “vos sos un pelo” debería ser la misma… ¿O no?
Me di cuenta enseguida de que fue un error. Ella creyó que debía saber la respuesta y se puso seria. Me pidió que me diera vuelta y se quedó callada.
Respeté su silencio, aguanté el dolor sin quejarme y le dije "gracias" cuando terminamos.
- La verdad... Ni idea de por qué las cejas crecen distinto- me largó al final, como quien se da por vencido.
- Ahhh. Ni me acordaba- le mentí-.
Salí directo a la mutualista para a hacerme el PAP. Mientras me ponía el espéculo, la doctora me preguntó dónde vivía. “Pa, la verdad es que le doy mil vueltas en las artes de distraer”, pensé antes de responderle.
- No puedo hablar hasta que me saques eso- le dije cortante, ya cansada de la manía de querer hacer llevaderos los asuntos de la entrepierna.
Pienso en lo ingrato de ese oficio que la obliga a manipular las partes bajas de otras mujeres. Imagino que algunas clientas irán transpiradas, otras con granos, protectores sucios o quién sabe.
Porque una cosa es el médico. El médico sabe a qué se atiene desde la facultad. Pero la depiladora estudió para esteticista. Es una trabajadora de la belleza que seguramente soñó con maquillar a las estrellas de la TV y, sin embargo, tiene que depilar entrepiernas, frente a un paisaje de labios genitales.
Yo quería distraer a mi depiladora para que no pensara en lo que estaba haciendo, para que se le hiciera más llevadero el momento…
Primero pensé en contarle que una vez me rebotaron una nota porque tenía la frase “depilarse la entrepierna”. Pero eso nos llevaría a hablar de la influencia del catolicismo en algunos medios, la libertad de prensa y esas cosas, así que me arrepentí.
Después pensé en preguntarle si alguna vez se había fijado en lo linda que es la palabra “entrepierna”. Porque es como la unión natural de dos palabras también lindas. Y la suma es poética y sugerente. Pero tuve miedo de que respondiera: “Sí, muy linda palabra... Nada que ver con lo que designa…”.
Al final encontré algo para distraerla:
- Viste que si vos te sacás mucho las cejas, como las señoras de antes, no te crecen más. ¿Qué tendrán de diferente estos pelos? Porque la información genética de “vos sos un pelo” debería ser la misma… ¿O no?
Me di cuenta enseguida de que fue un error. Ella creyó que debía saber la respuesta y se puso seria. Me pidió que me diera vuelta y se quedó callada.
Respeté su silencio, aguanté el dolor sin quejarme y le dije "gracias" cuando terminamos.
- La verdad... Ni idea de por qué las cejas crecen distinto- me largó al final, como quien se da por vencido.
- Ahhh. Ni me acordaba- le mentí-.
Salí directo a la mutualista para a hacerme el PAP. Mientras me ponía el espéculo, la doctora me preguntó dónde vivía. “Pa, la verdad es que le doy mil vueltas en las artes de distraer”, pensé antes de responderle.
- No puedo hablar hasta que me saques eso- le dije cortante, ya cansada de la manía de querer hacer llevaderos los asuntos de la entrepierna.
viernes, 21 de agosto de 2009
La culpa... esa basura
Un día, la portera de mi edificio, Nené, me pidió plata. No mucha, 100 pesos. Al mes me los devolvió. Al siguiente me pidió de nuevo 100 pesos. Y me los volvió a devolver y así… Mi relación con Nené prácticamente se inició con el primer billete de 100 que intercambiamos (hace unos dos años) y fue construida en base a los sucesivos.
Muchas veces he deseado que ya no me pague. Así podría romper ese vínculo crediticio bastante engorroso. Porque son sólo 100 pesos y me hace sentir culpa que ella los necesite tanto. Y porque no me decido a decirle: “te los regalo de cumple o de Navidad”, por miedo a que luego me pida otros 100 como préstamo.
El otro día ella estaba sacando la basura a la calle y había cero grado. Es asmática y casi no me podía hablar. Me quería decir que aún no me podía pagar los 100.
- No te preocupes. No deberías andar afuera con este frío.
- No tengo más remedio, tengo que sacar la basura del tercero- dijo jadeando.
Yo subí y, una vez en casa, me puse a chatear con Daniel:
Maru dice: No entiendo por qué mis vecinos no sacan su propia basura. Mi portera es vieja y asmática y tiene que sacar las bolsas ajenas. Recién me la crucé y estaba re mal...
Daniel dice: Imagino que habrás sacado vos la basura y te habrás ofrecido para sacarla mañana. ¿O te quedas solo en la denuncia?
Las frases del msn se me adentraron como veneno culposo. Empecé a pensar qué remedios le podía alcanzar. “Para el asma no tengo nada, pero quizás esta vitamina C le venga bien… ¿Y si le doy mi homeopatía para prevenir las gripes?”… Todo me pareció inadecuado, así que resolví olvidarme del tema y dormir.
Al día siguiente, la imagen fue terrible: todas las bolsas de basura del edificio sin sacar y el ascensor sin limpiar… Nené, por primera vez en años, no había estado.
Pensé en tocarle la puerta pero ¿y si no respondía? ¿Qué haría? ¿Propondría a los vecinos tirar la puerta abajo? ¿Qué iba a decirles? ¿Que fui la última en verla, pálida, casi sin respirar y que la dejé cargar bolsas en la intemperie?
Al segundo día, en un acto de desesperación, compré bolsas de residuos tamaño edificio y bajé la basura de mis vecinos. Pero en seguida me di cuenta: “Esto es lo peor. Ahora no sentirán su ausencia y la pobre se va a pudrir en su lecho”.
Dos noches más de incertidumbre. Las bolsas de mis vecinos se acumularon de nuevo y nadie venía a contarme si Nené estaba muerta o qué… Tuve que verla con mis propios ojos para aliviarme:
-Nenéeeeeeeeeeeee!!!!!!!!!!!!!!!!!! Qué bueno verte !!!!!!!!!! (Abrazos) Quería decirte que yo puedo sacar la basura por vos. Solo tocame timbre a la hora que sea y yo bajo ¿ta? Y otra cosa: los 100 pesos no me los pagues. Quedátelos. Ahhhh, otra cosa, ¿te gustaría tomar una homeopatía preventiva de las gripes?
Nené me miró como quien sospecha de algo muy raro y me respondió cortante:
- Yo nunca me engripo.
Muchas veces he deseado que ya no me pague. Así podría romper ese vínculo crediticio bastante engorroso. Porque son sólo 100 pesos y me hace sentir culpa que ella los necesite tanto. Y porque no me decido a decirle: “te los regalo de cumple o de Navidad”, por miedo a que luego me pida otros 100 como préstamo.
El otro día ella estaba sacando la basura a la calle y había cero grado. Es asmática y casi no me podía hablar. Me quería decir que aún no me podía pagar los 100.
- No te preocupes. No deberías andar afuera con este frío.
- No tengo más remedio, tengo que sacar la basura del tercero- dijo jadeando.
Yo subí y, una vez en casa, me puse a chatear con Daniel:
Maru dice: No entiendo por qué mis vecinos no sacan su propia basura. Mi portera es vieja y asmática y tiene que sacar las bolsas ajenas. Recién me la crucé y estaba re mal...
Daniel dice: Imagino que habrás sacado vos la basura y te habrás ofrecido para sacarla mañana. ¿O te quedas solo en la denuncia?
Las frases del msn se me adentraron como veneno culposo. Empecé a pensar qué remedios le podía alcanzar. “Para el asma no tengo nada, pero quizás esta vitamina C le venga bien… ¿Y si le doy mi homeopatía para prevenir las gripes?”… Todo me pareció inadecuado, así que resolví olvidarme del tema y dormir.
Al día siguiente, la imagen fue terrible: todas las bolsas de basura del edificio sin sacar y el ascensor sin limpiar… Nené, por primera vez en años, no había estado.
Pensé en tocarle la puerta pero ¿y si no respondía? ¿Qué haría? ¿Propondría a los vecinos tirar la puerta abajo? ¿Qué iba a decirles? ¿Que fui la última en verla, pálida, casi sin respirar y que la dejé cargar bolsas en la intemperie?
Al segundo día, en un acto de desesperación, compré bolsas de residuos tamaño edificio y bajé la basura de mis vecinos. Pero en seguida me di cuenta: “Esto es lo peor. Ahora no sentirán su ausencia y la pobre se va a pudrir en su lecho”.
Dos noches más de incertidumbre. Las bolsas de mis vecinos se acumularon de nuevo y nadie venía a contarme si Nené estaba muerta o qué… Tuve que verla con mis propios ojos para aliviarme:
-Nenéeeeeeeeeeeee!!!!!!!!!!!!!!!!!! Qué bueno verte !!!!!!!!!! (Abrazos) Quería decirte que yo puedo sacar la basura por vos. Solo tocame timbre a la hora que sea y yo bajo ¿ta? Y otra cosa: los 100 pesos no me los pagues. Quedátelos. Ahhhh, otra cosa, ¿te gustaría tomar una homeopatía preventiva de las gripes?
Nené me miró como quien sospecha de algo muy raro y me respondió cortante:
- Yo nunca me engripo.
martes, 18 de agosto de 2009
La herencia bendita
El proceso parece que sería así: antes de los 25 todo es posible. Después de los 25, uno advierte que las cosas malas se repiten y le echa la culpa, con toda razón, a los padres. Ahí se empieza terapia y a eso de los 30 ya logramos perdonar a los que nos dieron la vida.
Después de perdonarlos, yo enfoqué la terapia hacia mi dificultad para tener pareja y traté de hacerme responsable del asunto. Pero hay días en que hablo con mamá y me dice que viviría como una cárcel el tener novio de nuevo. O que papá me dice: “para mí estar solo no tiene precio, no se paga con nada”… Y entonces pienso que no va a ser tan fácil revertir la herencia.
Esta semana tuve un ejemplo más alentador: papá me llamó para contarme que tiene novia. Y ahora me volvió a llamar para contarme que se casa mañana, en un pueblo donde no hacen falta las publicaciones oficiales. Eso para que no sea habladora… Que el gusto por la soledad lo habré heredado de él, pero el miedo al compromiso parece que no es suyo.
Después de perdonarlos, yo enfoqué la terapia hacia mi dificultad para tener pareja y traté de hacerme responsable del asunto. Pero hay días en que hablo con mamá y me dice que viviría como una cárcel el tener novio de nuevo. O que papá me dice: “para mí estar solo no tiene precio, no se paga con nada”… Y entonces pienso que no va a ser tan fácil revertir la herencia.
Esta semana tuve un ejemplo más alentador: papá me llamó para contarme que tiene novia. Y ahora me volvió a llamar para contarme que se casa mañana, en un pueblo donde no hacen falta las publicaciones oficiales. Eso para que no sea habladora… Que el gusto por la soledad lo habré heredado de él, pero el miedo al compromiso parece que no es suyo.
domingo, 2 de agosto de 2009
Yo sí puedo
Mi hermana ha vivido varias festividades vestida de blanco: tomó la comunión, festejó los 15 años, se casó una vez y se casó otra vez. Y encima fue abanderada en la escuela, por lo que debe de haber estrenado una túnica linda el día del acto.
Yo jamás me vestí de blanco. Y ahora me temo que ya no lo haré. Por un lado, me consuelo diciéndome que no me sienta bien, porque el blanco no disimula los sobrantes. Pero, por otro, me doy cuenta de que en mi inconsciente vive como un duende la ilusión cultural del vestido blanco.
No quise ir a catequesis, perdí el pabellón nacional por faltas y a la hora del cumpleaños de quince tuve una debilidad de carácter que, me temo, ha sido definitiva.
Estábamos en los preparativos para la fiesta, ya tenía la lista de amigos y había elegido el lugar para la gran noche. Faltaba el vestido. En Treinta y Tres era un clásico de clase media comprar las telas en Yaguarón. La tradición del carnaval brasilero hacía suponer que las sederías tenían cosas mejores, así que allá fuimos.
Salimos casi de madrugada y a media mañana ya estábamos en la primera tienda recomendada. Mi madre explicó lo que buscábamos y una vendedora empezó a explicarme en portugués las diferentes texturas y “caídas”.
Seguramente íbamos por la cuarta opción cuando me di cuenta de que no iba a poder superar aquello... Me abrumó el infinito de posibilidades. Le pedí a la vendedora que me diera un minuto, llamé a mi madre para hablar fuera del local y le informé:
- Cambié de opinión, mamá. No quiero cumpleaños de quince.
Ella ya estaba acostumbrada a mi carácter voluble, así que sólo me preguntó si estaba segura.
- Segurísima. Yo no me puedo poner un vestido blanco- dije.
Nos fuimos a comprar championes y chocolates y volvimos sin mayores consecuencias. Pero sólo aparentemente. Porque desde ese día el Universo me tomó la palabra y nunca me dio la posibilidad de casarme. En vez de darle una a cada una, le dio las dos a mi hermana y yo no sé cómo hacer para que deje de tomarme en serio.
- Oye, Universo, lo que dije no era cierto. Sí que me puedo vestir de blanco. Y no tengo ganas de empezar catequesis.
Yo jamás me vestí de blanco. Y ahora me temo que ya no lo haré. Por un lado, me consuelo diciéndome que no me sienta bien, porque el blanco no disimula los sobrantes. Pero, por otro, me doy cuenta de que en mi inconsciente vive como un duende la ilusión cultural del vestido blanco.
No quise ir a catequesis, perdí el pabellón nacional por faltas y a la hora del cumpleaños de quince tuve una debilidad de carácter que, me temo, ha sido definitiva.
Estábamos en los preparativos para la fiesta, ya tenía la lista de amigos y había elegido el lugar para la gran noche. Faltaba el vestido. En Treinta y Tres era un clásico de clase media comprar las telas en Yaguarón. La tradición del carnaval brasilero hacía suponer que las sederías tenían cosas mejores, así que allá fuimos.
Salimos casi de madrugada y a media mañana ya estábamos en la primera tienda recomendada. Mi madre explicó lo que buscábamos y una vendedora empezó a explicarme en portugués las diferentes texturas y “caídas”.
Seguramente íbamos por la cuarta opción cuando me di cuenta de que no iba a poder superar aquello... Me abrumó el infinito de posibilidades. Le pedí a la vendedora que me diera un minuto, llamé a mi madre para hablar fuera del local y le informé:
- Cambié de opinión, mamá. No quiero cumpleaños de quince.
Ella ya estaba acostumbrada a mi carácter voluble, así que sólo me preguntó si estaba segura.
- Segurísima. Yo no me puedo poner un vestido blanco- dije.
Nos fuimos a comprar championes y chocolates y volvimos sin mayores consecuencias. Pero sólo aparentemente. Porque desde ese día el Universo me tomó la palabra y nunca me dio la posibilidad de casarme. En vez de darle una a cada una, le dio las dos a mi hermana y yo no sé cómo hacer para que deje de tomarme en serio.
- Oye, Universo, lo que dije no era cierto. Sí que me puedo vestir de blanco. Y no tengo ganas de empezar catequesis.
sábado, 18 de julio de 2009
adentro y afuera
Venía por 18 de Julio caminando, pero sobretodo pensando, pensando. Iba ensayando en mi cabeza cómo contar en la oficina la imagen que me había hecho gracia un rato antes.
La historia, si somos rigurosos, se remontaba al día en que, vaya uno a saber cómo, la placa de bronce del portero eléctrico dejó de tener el timbre de mi apartamento. Nadie me avisó que la hubieran cambiado. Sucedió y no me quejé.
La gente que viene a mi casa tuvo que empezar a llamarme por teléfono desde la puerta o tocar en el 401, un timbre que (nunca supe por qué) suena a la misma vez en el 401 y en el 402.
Pero en el servicio donde pido la garrafa tienen mi dirección correcta: apartamento 402. Así, los garraferos llegan, no ven el timbre y se enojan mucho, como este que vino por último.
El hombre medía como dos metros, era bastante gordo y tenía un mameluco todo sucio. Después de superar el contratiempo del timbre, subió muy malhumorado con mi garrafa. Rezongó, rezongó y antes de irse sacó algo de un bolsillo.
- Tomá. Me olvidaba. Esto es la promoción que hay - me dijo, todavía con voz de recio, mientras tiraba un sobrecito de sopa todo arrugado encima de la mesa.
No sé bien por qué me pareció tan ridícula la escena, pero me disponía a contarla en la oficina.
Caminaba y buscaba en mi cabeza las mejores palabras para que resultara gracioso. Me imaginaba los movimientos con los que iba a imitar al garrafero y, de repente, a dos metros de mí, un muchacho le quita la cartera a una señora, la señora grita, su marido corre atrás del muchacho, forcejean, se caen al piso en mitad de la calle, los autos frenan, el muchazo golpea al señor y se escapa, el señor no se puede levantar, la gente lo ayuda, el muchacho corre con la cartera…
Todo en cinco segundos. Y yo parada ahí, mirando, sacada a la fuerza de mi cuento del garrafero y puesta, una vez más, ante la evidencia irrefutable de que las cosas que de verdad merecen un cuento no suceden en mi cabeza, sino fuera.
La historia, si somos rigurosos, se remontaba al día en que, vaya uno a saber cómo, la placa de bronce del portero eléctrico dejó de tener el timbre de mi apartamento. Nadie me avisó que la hubieran cambiado. Sucedió y no me quejé.
La gente que viene a mi casa tuvo que empezar a llamarme por teléfono desde la puerta o tocar en el 401, un timbre que (nunca supe por qué) suena a la misma vez en el 401 y en el 402.
Pero en el servicio donde pido la garrafa tienen mi dirección correcta: apartamento 402. Así, los garraferos llegan, no ven el timbre y se enojan mucho, como este que vino por último.
El hombre medía como dos metros, era bastante gordo y tenía un mameluco todo sucio. Después de superar el contratiempo del timbre, subió muy malhumorado con mi garrafa. Rezongó, rezongó y antes de irse sacó algo de un bolsillo.
- Tomá. Me olvidaba. Esto es la promoción que hay - me dijo, todavía con voz de recio, mientras tiraba un sobrecito de sopa todo arrugado encima de la mesa.
No sé bien por qué me pareció tan ridícula la escena, pero me disponía a contarla en la oficina.
Caminaba y buscaba en mi cabeza las mejores palabras para que resultara gracioso. Me imaginaba los movimientos con los que iba a imitar al garrafero y, de repente, a dos metros de mí, un muchacho le quita la cartera a una señora, la señora grita, su marido corre atrás del muchacho, forcejean, se caen al piso en mitad de la calle, los autos frenan, el muchazo golpea al señor y se escapa, el señor no se puede levantar, la gente lo ayuda, el muchacho corre con la cartera…
Todo en cinco segundos. Y yo parada ahí, mirando, sacada a la fuerza de mi cuento del garrafero y puesta, una vez más, ante la evidencia irrefutable de que las cosas que de verdad merecen un cuento no suceden en mi cabeza, sino fuera.
sábado, 4 de julio de 2009
No va a pasar
Tal vez por el modo en que me lo decían, creí que había cosas que inevitablemente me iban a pasar cuando fuera grande. “Cuando tengas tu casa podrás hacer lo que quieras (…); cuando tengas tus hijos vas a ver qué difícil que es; cuando compres tu auto podrás fumar adentro si querés; cuando veas lo que cuesta conseguir el dinero lo vas a cuidar, cuando veas que es mucho más fácil ser ordenada, no habrá que pedirtelo…
Mis padres me lo decían así. Y yo creí que no tenía que hacer nada, que todo eso era parte de la evolución natural del ser humano y que los grandes defectos de mi personalidad, como el desorden, se iban a pulir con los años.
Pero mi tiempo fue vago. No tuve hijos ni casa ni auto donde fumar. Y, sobretodo, nunca me volví ordenada. Esperé hasta los 30 y, como no sucedió, llamé a Nancy, quien aceptó limpiar mis cosas una vez por semana.
Ella es la mejor testigo de que el orden no me llegó con los años y seguramente se compadece cuando ve, sobre el desierto de la heladera, un iceberg de proporciones turísticas en el congelador. O cuando nota la ausencia de ollas, de azúcar y condimentos, de herramientas, de licuadora, de cuchilla...
No es que yo haya soñado con ser ama de casa ejemplar, pero pretendía no pasar vergüenza, como la que me da cuando, además de todo, olvido comprar los productos para limpiar.
El otro estaba en el trabajo y me llegó un sms de Nancy: “Me tomé el atrevimiento de comprar jabón, esponja, agua Jane, Fabuloso y papel higiénico. Cambié ocho envases de cerveza para pagar”.
Entonces recordé que hay cosas que no me van a pasar por volverme grande. Que la teoría de la evolución natural fue un invento de mis padres y que si no ponemos trabajo, nos volvemos cada vez peores…
Respondí el sms con un “!Qué grande! Cuando crezca quiero ser como vos”. Pero Nancy no se enteró de que era en serio.
Mis padres me lo decían así. Y yo creí que no tenía que hacer nada, que todo eso era parte de la evolución natural del ser humano y que los grandes defectos de mi personalidad, como el desorden, se iban a pulir con los años.
Pero mi tiempo fue vago. No tuve hijos ni casa ni auto donde fumar. Y, sobretodo, nunca me volví ordenada. Esperé hasta los 30 y, como no sucedió, llamé a Nancy, quien aceptó limpiar mis cosas una vez por semana.
Ella es la mejor testigo de que el orden no me llegó con los años y seguramente se compadece cuando ve, sobre el desierto de la heladera, un iceberg de proporciones turísticas en el congelador. O cuando nota la ausencia de ollas, de azúcar y condimentos, de herramientas, de licuadora, de cuchilla...
No es que yo haya soñado con ser ama de casa ejemplar, pero pretendía no pasar vergüenza, como la que me da cuando, además de todo, olvido comprar los productos para limpiar.
El otro estaba en el trabajo y me llegó un sms de Nancy: “Me tomé el atrevimiento de comprar jabón, esponja, agua Jane, Fabuloso y papel higiénico. Cambié ocho envases de cerveza para pagar”.
Entonces recordé que hay cosas que no me van a pasar por volverme grande. Que la teoría de la evolución natural fue un invento de mis padres y que si no ponemos trabajo, nos volvemos cada vez peores…
Respondí el sms con un “!Qué grande! Cuando crezca quiero ser como vos”. Pero Nancy no se enteró de que era en serio.
domingo, 21 de junio de 2009
Solidaridad lingüística
Había ido al teatro a ver a Cristina Morán. En un momento de la obra, la actriz habla como una abuela que no entiende nada y dice que sus nietos se paran delante de todo en los conciertos para poder hacer “porro”. Las otras actrices se ríen y la corrigen a dúo: ¡Pogo! ¡No porro!.
Días después estaba entrevistando a Cristina Morán y me dijo: “Sufro la discriminación por la edad. La mayoría de las cosas que están en la obra me pasaron a mí”. Yo sentí el impuso de ser solidaria y arranqué con un cuento:
- Mirá, yo una vez daba clases en el liceo 55 y estábamos con los alumnos eligiendo el nombre de la revista del grupo. Empecé a anotar en el pizarrón las sugerencias: “Noticias del 55”, “El 55 informa”, etcétera. Hasta que un alumno propuso “Partuza”. Yo no tenía idea de qué era y lo escribí en el pizarrón. Vi que todos empezaron a reírse. Pregunté qué pasaba y dijeron “Nada profe, Fulano se tiró un pedo”.
A esta altura del cuento Cristina ya se reía con ganas y seguí:
- No sabía que Partuza tenía connotaciones sexuales. Así que traté de calmar el alboroto y me mostré muy decidida: “Bueno, vamos a votar”. Por las primeras propuestas no levantaron la mano ni sus autores, pero el apoyo fue unánime cuando pregunté ¿Quién vota por ponerle Partuza? Casi tan unánime como la risa.
Cristina se volvió una carcajada sola y cada tanto hacía una pausa para tomarme el brazo y decirme “Pobrecita”.
- No es fácil dar vuelta atrás en la votación. Así que pregunté: ¿qué hay de malo con Partuza? ¿Por qué se ríen?
Era muy joven, más miedosa que ahora y sentí ganas de que alguien me sacara de ahí. Como siempre hay un alma solidaria, una alumna se me acercó y me dijo: “No profe, Partuza no se puede. No lo diga más” y salió rumbo al baño, seguramente pensando: “No se puede ser tan pelotuda”… Una palabra que sí hubiera entendido. Y Cristina también.
Días después estaba entrevistando a Cristina Morán y me dijo: “Sufro la discriminación por la edad. La mayoría de las cosas que están en la obra me pasaron a mí”. Yo sentí el impuso de ser solidaria y arranqué con un cuento:
- Mirá, yo una vez daba clases en el liceo 55 y estábamos con los alumnos eligiendo el nombre de la revista del grupo. Empecé a anotar en el pizarrón las sugerencias: “Noticias del 55”, “El 55 informa”, etcétera. Hasta que un alumno propuso “Partuza”. Yo no tenía idea de qué era y lo escribí en el pizarrón. Vi que todos empezaron a reírse. Pregunté qué pasaba y dijeron “Nada profe, Fulano se tiró un pedo”.
A esta altura del cuento Cristina ya se reía con ganas y seguí:
- No sabía que Partuza tenía connotaciones sexuales. Así que traté de calmar el alboroto y me mostré muy decidida: “Bueno, vamos a votar”. Por las primeras propuestas no levantaron la mano ni sus autores, pero el apoyo fue unánime cuando pregunté ¿Quién vota por ponerle Partuza? Casi tan unánime como la risa.
Cristina se volvió una carcajada sola y cada tanto hacía una pausa para tomarme el brazo y decirme “Pobrecita”.
- No es fácil dar vuelta atrás en la votación. Así que pregunté: ¿qué hay de malo con Partuza? ¿Por qué se ríen?
Era muy joven, más miedosa que ahora y sentí ganas de que alguien me sacara de ahí. Como siempre hay un alma solidaria, una alumna se me acercó y me dijo: “No profe, Partuza no se puede. No lo diga más” y salió rumbo al baño, seguramente pensando: “No se puede ser tan pelotuda”… Una palabra que sí hubiera entendido. Y Cristina también.
sábado, 30 de mayo de 2009
En casa de herrero... semillas de cambio
Alguna vez había escuchado sobre la auriculoterapia como una milenaria y compleja técnica china, pero nunca me habían hablado tan bien de ella como en estos días.
Me dijeron (y después leí en Internet) que reduce el estrés, ayuda a no contracturarse, calma la ansiedad y equilibra. También que es buena para tratar la gastritis y, lo mejor de todo, que ayuda a adelgazar.
Necesitada como nunca de ese combo de mejoras, llamé a Sonia.
- Los viernes no atiendo porque trato de descansar- dijo.
“Se ve que tanto no controla el estrés, porque no es capaz de trabajar cinco días como cualquier cristiano”, pensé, pero me esforcé por dominar la soberbia cuando se ofreció a hacer una excepción.
Sonia era simpática, pero le sobraba, al menos, la misma cantidad de kilos que a mí. Nos saludamos, se quejó por el frío y me hizo pasar al consultorio: el cuarto de su hija.
Ni fotos de Buda ni incienso ni estampitas. El cuarto estaba lleno de adornos adolescentes y daba la impresión de la que hija nos miraba desde el cuadro enorme de los 15 años. También había una balanza de baño igual a la que tengo yo en casa.
- La técnica es esto de acá ¿ves?- dijo al mostrarme la oreja-. Yo ahora los tengo puestos porque estoy tratando de dejar de fumar y ando como loca.
Con esa suma de evidencias, debí impedir que me pinchara la oreja, pero me faltó valor.
- No sé si pueda hacerme porque soy alérgica- atiné a decir.
- ¡Ah! No pasa nada porque son semillas. Son semillas vegetales- dijo y empezó a colocarlas.
- ¡Ay¡ Me duele mucho!- me quejé.
- ¡Ahh sí!… Es que ese es el punto de las emociones. Se ve que estás trabada- dictaminó.
La cosa ya no estaba para refutar lugares comunes, así que fui amable:
- Sí, mi masajista me dice lo mismo cuando me toca unas partes que duelen.
- ¿Tenés un masajista? ¡Qué bueno! Después me pasás el número porque con mi hija andamos re contracturadas. Las dos sufrimos horrible.
Le di el número, prometí que haría la dieta y juré que volvería. Al despedirme, me habló de las energías positivas y me invadió una especie de cariño.
Sabiendo que no volvería, sentí que estaba en deuda con Sonia. Nadie me había mostrado tan claro que soy la única ayudante posible de mis cambios. Y encima me dejó las semillitas puestas, para poder empezar.
Me dijeron (y después leí en Internet) que reduce el estrés, ayuda a no contracturarse, calma la ansiedad y equilibra. También que es buena para tratar la gastritis y, lo mejor de todo, que ayuda a adelgazar.
Necesitada como nunca de ese combo de mejoras, llamé a Sonia.
- Los viernes no atiendo porque trato de descansar- dijo.
“Se ve que tanto no controla el estrés, porque no es capaz de trabajar cinco días como cualquier cristiano”, pensé, pero me esforcé por dominar la soberbia cuando se ofreció a hacer una excepción.
Sonia era simpática, pero le sobraba, al menos, la misma cantidad de kilos que a mí. Nos saludamos, se quejó por el frío y me hizo pasar al consultorio: el cuarto de su hija.
Ni fotos de Buda ni incienso ni estampitas. El cuarto estaba lleno de adornos adolescentes y daba la impresión de la que hija nos miraba desde el cuadro enorme de los 15 años. También había una balanza de baño igual a la que tengo yo en casa.
- La técnica es esto de acá ¿ves?- dijo al mostrarme la oreja-. Yo ahora los tengo puestos porque estoy tratando de dejar de fumar y ando como loca.
Con esa suma de evidencias, debí impedir que me pinchara la oreja, pero me faltó valor.
- No sé si pueda hacerme porque soy alérgica- atiné a decir.
- ¡Ah! No pasa nada porque son semillas. Son semillas vegetales- dijo y empezó a colocarlas.
- ¡Ay¡ Me duele mucho!- me quejé.
- ¡Ahh sí!… Es que ese es el punto de las emociones. Se ve que estás trabada- dictaminó.
La cosa ya no estaba para refutar lugares comunes, así que fui amable:
- Sí, mi masajista me dice lo mismo cuando me toca unas partes que duelen.
- ¿Tenés un masajista? ¡Qué bueno! Después me pasás el número porque con mi hija andamos re contracturadas. Las dos sufrimos horrible.
Le di el número, prometí que haría la dieta y juré que volvería. Al despedirme, me habló de las energías positivas y me invadió una especie de cariño.
Sabiendo que no volvería, sentí que estaba en deuda con Sonia. Nadie me había mostrado tan claro que soy la única ayudante posible de mis cambios. Y encima me dejó las semillitas puestas, para poder empezar.
lunes, 18 de mayo de 2009
mimosa, chiquita y destapada
Sobre las posibilidades de tener pareja, mi abuela Mimosa era una firme defensora de la teoría de la olla y la tapa. “Hecha la olla, hecha la tapa”, decía muy segura, como si creyera que la fábrica de utensillos de Dios no podía equivocarse.
-Abuela, mirá que sigo sin tapa- bromeaba yo en el teléfono.
-Busca mejor. No la estás buscando bien- me aseguraba.
Ella confiaba y confiaba en que la encontraría… hasta que cumplí los 30. Ahí tuve que empezar yo a buscar otras teorías.
- Abue, dice mi psicóloga que todas las mujeres tenemos un mandato paterno de abolir el deseo sexual. Es como una orden al subconsciente que dan los padres a las niñas. En determinado momento, la muchacha levanta ese mandato y hace lo que tiene ganas. ¿se entiende? Y parece que yo, según la psicóloga, nunca levanté el mandato de mi padre.
Estaba convenciéndola cuando, vaya uno a saber por qué, me acordé de los apodos de las hermanas de mi abuela Mimosa. Son: la tía Nenita, la tía Hijita y la tía Chiquita.
¿Qué estoy diciendo?, me pregunté. Si estas cuatro mujeres levantaron el mandato paterno llamándose así... es imposible que yo haya tenido una traba mayor.
- En fin. Deben de ser pavadas de psicólogo. Pero lo bueno es que las ollas sin tapa sirven igual. ¿O no, abue?
-Abuela, mirá que sigo sin tapa- bromeaba yo en el teléfono.
-Busca mejor. No la estás buscando bien- me aseguraba.
Ella confiaba y confiaba en que la encontraría… hasta que cumplí los 30. Ahí tuve que empezar yo a buscar otras teorías.
- Abue, dice mi psicóloga que todas las mujeres tenemos un mandato paterno de abolir el deseo sexual. Es como una orden al subconsciente que dan los padres a las niñas. En determinado momento, la muchacha levanta ese mandato y hace lo que tiene ganas. ¿se entiende? Y parece que yo, según la psicóloga, nunca levanté el mandato de mi padre.
Estaba convenciéndola cuando, vaya uno a saber por qué, me acordé de los apodos de las hermanas de mi abuela Mimosa. Son: la tía Nenita, la tía Hijita y la tía Chiquita.
¿Qué estoy diciendo?, me pregunté. Si estas cuatro mujeres levantaron el mandato paterno llamándose así... es imposible que yo haya tenido una traba mayor.
- En fin. Deben de ser pavadas de psicólogo. Pero lo bueno es que las ollas sin tapa sirven igual. ¿O no, abue?
domingo, 26 de abril de 2009
Dar y recibir
Hay gente que tiene problemas para dar. Hay gente que tiene problemas para recibir. Hay gente que tiene ambos problemas y hay quienes no tienen ninguno de los dos. Deben de ser los felices, intuyo. Los que dan y reciben con naturalidad.
Yo tengo problemas para recibir cualquier cosa: abrazos, mimos, regalos, elogios. Todo me parece inmerecido, o al menos, tengo el impulso de redoblar la apuesta y dar el doble.
Los aficionados al dar no somos buenos, sino soberbios. Tenemos la fantasía de ser espiritualmente superiores. "¿Así que vos me das esto? ¡Ja! ¡Mirá lo que te doy yo! ¡Mirá si seré más bueno!"
Últimamente he pensado en este tema cuando voy al masajista. Porque se me hace una tortura recibir tanta caricia placentera y no poder decirle:
- Ta. Ahora acostate vos que yo te hago.
Y como no puedo masajearlo empiezo a bendecirlo en silencio. A modo de oración, con cada caricia suya, pienso:
"Que Dios te bendiga, que seas feliz siempre, que se cumplan todos tus deseos, voy a mandarte a todos mis amigos para que se atiendan con vos acá y tengas mucho dinero…".
Entonces me siento taaaan buena, que se me empiezan a ir las contracturas.
Yo tengo problemas para recibir cualquier cosa: abrazos, mimos, regalos, elogios. Todo me parece inmerecido, o al menos, tengo el impulso de redoblar la apuesta y dar el doble.
Los aficionados al dar no somos buenos, sino soberbios. Tenemos la fantasía de ser espiritualmente superiores. "¿Así que vos me das esto? ¡Ja! ¡Mirá lo que te doy yo! ¡Mirá si seré más bueno!"
Últimamente he pensado en este tema cuando voy al masajista. Porque se me hace una tortura recibir tanta caricia placentera y no poder decirle:
- Ta. Ahora acostate vos que yo te hago.
Y como no puedo masajearlo empiezo a bendecirlo en silencio. A modo de oración, con cada caricia suya, pienso:
"Que Dios te bendiga, que seas feliz siempre, que se cumplan todos tus deseos, voy a mandarte a todos mis amigos para que se atiendan con vos acá y tengas mucho dinero…".
Entonces me siento taaaan buena, que se me empiezan a ir las contracturas.
lunes, 20 de abril de 2009
Hombres de feria
Con Kari tengo tres tipos de conversaciones. El 3% se destinan a definir el lugar a donde vamos a salir. El 95% son sobre los hombres con los que hemos salido o nos gustaría salir. El restante 2% son quejas mutuas sobre el clima, la vida moderna y los dolores menstruales.
Definir el lugar de salida nunca es fácil.
karina dice: ¿Hacemos algo hoy?
maru dice: Dale
karina dice: Ta. Decidí vos. ¿De qué tenes ganas?
maru dice: De bailar !!!
Karina dice: Ni en pedo. Quiero algo tranqui…
Maru dice: Ok. Entonces decidí vos
Karina dice: Bueno, no sé. ¿A dónde vamos? ¿Vos qué decís?
Maru dice: Yo quiero bailar, así que decidí vos.
Karina dice: Ufa… siempre tengo que decidir yo.
Maru dice: (silencio)
Karina dice: ¿hacemos algo o no?
Una vez que superamos esto (que no siempre pasa) nos dedicamos al 95%. Los egoístas, los mujeriegos, los posesivos, los depresivos, los miedosos, los buenos, los malos y los regulares…
Una noche me estaba describiendo al hombre que quería y dijo: “Quiero a un hombre me agarre la mano en la feria”. Lo recuerdo perfecto, porque me resonó en todo el cuerpo. La frase le salió con un tono y una dulzura que me conmovió. Y aunque yo detesto la feria, adopté la frase para mí.
Cada vez que salía una charla sobre el amor, yo buscaba el mejor momento para decir: “quiero a un hombre que me agarre la mano en la feria”. Y la declaración siempre generaba empatía, aunque a veces alguien retrucaba:
- ¡Pero si vos no vas a la feria¡
- ¿Y eso qué tiene que ver? El tipo de hombre es el mismo- argumentaba yo.
Ayer estaba chateando con Karina sobre su hombre. Ella cree que ahora tiene al que quiere. Le dije que me alegraba y le recordé su antiguo deseo:
Maru dice: Llegó el hombre para tomarte la mano en la feria.
Tuve que leer dos veces cuando vi:
Karina dice: ¿qué feria? Yo detesto la feria. No voy nunca.
Esperé unos segundos pero no me recuperé.
Maru dice: ¿hacemos algo hoy?
Definir el lugar de salida nunca es fácil.
karina dice: ¿Hacemos algo hoy?
maru dice: Dale
karina dice: Ta. Decidí vos. ¿De qué tenes ganas?
maru dice: De bailar !!!
Karina dice: Ni en pedo. Quiero algo tranqui…
Maru dice: Ok. Entonces decidí vos
Karina dice: Bueno, no sé. ¿A dónde vamos? ¿Vos qué decís?
Maru dice: Yo quiero bailar, así que decidí vos.
Karina dice: Ufa… siempre tengo que decidir yo.
Maru dice: (silencio)
Karina dice: ¿hacemos algo o no?
Una vez que superamos esto (que no siempre pasa) nos dedicamos al 95%. Los egoístas, los mujeriegos, los posesivos, los depresivos, los miedosos, los buenos, los malos y los regulares…
Una noche me estaba describiendo al hombre que quería y dijo: “Quiero a un hombre me agarre la mano en la feria”. Lo recuerdo perfecto, porque me resonó en todo el cuerpo. La frase le salió con un tono y una dulzura que me conmovió. Y aunque yo detesto la feria, adopté la frase para mí.
Cada vez que salía una charla sobre el amor, yo buscaba el mejor momento para decir: “quiero a un hombre que me agarre la mano en la feria”. Y la declaración siempre generaba empatía, aunque a veces alguien retrucaba:
- ¡Pero si vos no vas a la feria¡
- ¿Y eso qué tiene que ver? El tipo de hombre es el mismo- argumentaba yo.
Ayer estaba chateando con Karina sobre su hombre. Ella cree que ahora tiene al que quiere. Le dije que me alegraba y le recordé su antiguo deseo:
Maru dice: Llegó el hombre para tomarte la mano en la feria.
Tuve que leer dos veces cuando vi:
Karina dice: ¿qué feria? Yo detesto la feria. No voy nunca.
Esperé unos segundos pero no me recuperé.
Maru dice: ¿hacemos algo hoy?
jueves, 2 de abril de 2009
Cría cuervos...
Avanzaba plácidamente por la plaza, en ese estado Zen que mantengo las semanas posteriores a los cursos existenciales… Sintiéndome una con el Universo, caminaba despacio, disfrutando de la brisa y atendiendo a la respiración. Tan despacio iba, que dos ancianas caminaban del brazo delante de mí.
Supuse que eran madre e hija. Y que la hija había sacado a pasear a su madre, que ya camina con dificultad y es haragana para salir. Me acordé de mi madre, que siempre me pregunta: “¿Quién te va a cuidar cuando seas vieja si no vas a tener hijos?”… Una pregunta que siempre tiene la misma respuesta: “Secom”, mami. Tener un hijo para ahorrarse el enfermero no es negocio.
La que sí se ahorró el enfermero es la anciana que camina en la plaza, sostenida por su hija. La hija la apuntala, le acaricia el brazo, le habla bajito. La madre debe de tener 80 y la hija 60…
La escena empezaba a conmoverme y la idea de mi madre parecía cobrar sentido cuando, de repente, la hija leyó un cartel en un árbol. Se soltó el brazo y salió disparada rumbo al árbol, hecha una fiera.
La anciana quedó desconcertada, sola, tambaleante. Yo pensé en tomarle el brazo pero preferí apurarme a leer el cartel; lo que hice justo antes de que la airada mujer lo arrancara de un manotazo. La leyenda decía “Magia Negra” y tenía un celular.
Mientras esperábamos inmóviles el regreso de la hija, que venía cartel en mano, estuve a punto de hablarle a la doña para entretenerla: “¿Vio? Eso es para los que aseguran que el “bien común” va siempre de la mano del individual”. Pero no le dije nada porque venía en Zen. Sólo recordé a Secom y volví a elegir el cuidado de “tu mejor compañía”.
Supuse que eran madre e hija. Y que la hija había sacado a pasear a su madre, que ya camina con dificultad y es haragana para salir. Me acordé de mi madre, que siempre me pregunta: “¿Quién te va a cuidar cuando seas vieja si no vas a tener hijos?”… Una pregunta que siempre tiene la misma respuesta: “Secom”, mami. Tener un hijo para ahorrarse el enfermero no es negocio.
La que sí se ahorró el enfermero es la anciana que camina en la plaza, sostenida por su hija. La hija la apuntala, le acaricia el brazo, le habla bajito. La madre debe de tener 80 y la hija 60…
La escena empezaba a conmoverme y la idea de mi madre parecía cobrar sentido cuando, de repente, la hija leyó un cartel en un árbol. Se soltó el brazo y salió disparada rumbo al árbol, hecha una fiera.
La anciana quedó desconcertada, sola, tambaleante. Yo pensé en tomarle el brazo pero preferí apurarme a leer el cartel; lo que hice justo antes de que la airada mujer lo arrancara de un manotazo. La leyenda decía “Magia Negra” y tenía un celular.
Mientras esperábamos inmóviles el regreso de la hija, que venía cartel en mano, estuve a punto de hablarle a la doña para entretenerla: “¿Vio? Eso es para los que aseguran que el “bien común” va siempre de la mano del individual”. Pero no le dije nada porque venía en Zen. Sólo recordé a Secom y volví a elegir el cuidado de “tu mejor compañía”.
domingo, 22 de marzo de 2009
Ángeles
El primer ángel que tuve era australiano. Se llamó Ralph. El día que lo creé estaba leyendo “El Pájaro canta hasta morir” y estaba tan triste que no me dio para imaginar mucho. Lo inventé a imagen y semejanza del personaje de la novela, que además era cura, una profesión que pegaba bastante con el rol angelical.
Cada vez que tenía un problema, acudía a la ayuda de mi angelito Ralph. Porque si bien había sido australiano, como el del libro, había muerto para cuidarme y estaba en todas partes; sobre todo en aquellas donde yo me metía en problemas.
La psicóloga quiso que hablara de él y me negué. Porque sentí que traicionaba un acuerdo de años. Sí pude hablarle del otro Ángel, el que conocí en España. Además de llamarse así, este segundo Ángel se portó como un mismísimo. Aguantó mis berrinches en el primer mundo y supo velar mi sueño y esas cosas que hacen los ángeles.
Esta semana fui a un curso de esos que hacemos los postmodernos en eternas búsquedas, los que cada poco tiempo nos preguntamos: “¿Y esto era todo?”. E intentamos con alguna cosa nueva.
Apenas había comenzado, la instructora ordenó: "Miren a su alrededor y elijan a su angelito". Y yo pensé: “¡guau! Otro más”. Miré y me quedé con uno de origen chino, que durante el curso me cocinó y cuidó como un Ángel Vip Gold.
El otro día pensaba que si Dios se me enoja un día de estos, no tendré argumentos para disculparme. Porque no se puede ser tan malagradecida… No se puede tener una cuadrilla internacional de ángeles y seguir tan atea como siempre.
Cada vez que tenía un problema, acudía a la ayuda de mi angelito Ralph. Porque si bien había sido australiano, como el del libro, había muerto para cuidarme y estaba en todas partes; sobre todo en aquellas donde yo me metía en problemas.
La psicóloga quiso que hablara de él y me negué. Porque sentí que traicionaba un acuerdo de años. Sí pude hablarle del otro Ángel, el que conocí en España. Además de llamarse así, este segundo Ángel se portó como un mismísimo. Aguantó mis berrinches en el primer mundo y supo velar mi sueño y esas cosas que hacen los ángeles.
Esta semana fui a un curso de esos que hacemos los postmodernos en eternas búsquedas, los que cada poco tiempo nos preguntamos: “¿Y esto era todo?”. E intentamos con alguna cosa nueva.
Apenas había comenzado, la instructora ordenó: "Miren a su alrededor y elijan a su angelito". Y yo pensé: “¡guau! Otro más”. Miré y me quedé con uno de origen chino, que durante el curso me cocinó y cuidó como un Ángel Vip Gold.
El otro día pensaba que si Dios se me enoja un día de estos, no tendré argumentos para disculparme. Porque no se puede ser tan malagradecida… No se puede tener una cuadrilla internacional de ángeles y seguir tan atea como siempre.
sábado, 7 de marzo de 2009
¿Proyección marítima?
María es una compañera de trabajo nueva. Me cayó muy bien desde el primer momento. Nos intercambiamos correos y nos agregamos en el msn.
Llevábamos pocos días del trabajo conjunto cuando leí en su nick del chat una frase que me preocupó, un tanto existencial para mi gusto. Pero como tenemos poca confianza, no quise ser indiscreta.
Según lo que yo descifraba, daba a entender que estaba estancada, que se sentía paralizada.
Intenté sacar conversación sobre su vida. Me habló de su ex y de lo dura que había sido la separación durante un tiempo.
Entonces la frase del nick se resignificó 100% para mí. “¡Dios! Qué tonta soy. María no se siente estancada. Ese mensaje es claramente suicida. Es de alguien que está pensando en tirarse por la borda”, pensé.
Iba a llamar a nuestro jefe cuando concluí que generar alarma un domingo tal vez no fuera lo mejor. Además habíamos chateado largo y tendido y ella se leía muy animada.
Me fui al cumple infantil que tenía ese día. No había tragado el primer pebete cuando llegó la paz. Dos niños se pegaron a mi silla y corearon la frase del nick: ¡Quiero mover el bote! !Quiero mover el bote!
“¿No la conocés?”, me preguntó una madre que vio mi desconcierto. “Es la canción de la película Madagascar II”.
Evoqué las imágenes que me había construido, la de mi María empujando desde la orilla el pesado “bote” de sus responsabilidades. Y la otra, tremenda, en que ella estaba en el medio de un mar enorme, dispuesta a mover el bote desde el interior.
“Todo el mundo la canta, es muy conocida”, insistió la señora. Pero demoré unos segundos en poder pedirles a los niños que la cantaran toda.
No la recordaban bien, así que repetimos muchas veces ¡Quiero mover el bote! Quiero mover el bote!
Llevábamos pocos días del trabajo conjunto cuando leí en su nick del chat una frase que me preocupó, un tanto existencial para mi gusto. Pero como tenemos poca confianza, no quise ser indiscreta.
Según lo que yo descifraba, daba a entender que estaba estancada, que se sentía paralizada.
Intenté sacar conversación sobre su vida. Me habló de su ex y de lo dura que había sido la separación durante un tiempo.
Entonces la frase del nick se resignificó 100% para mí. “¡Dios! Qué tonta soy. María no se siente estancada. Ese mensaje es claramente suicida. Es de alguien que está pensando en tirarse por la borda”, pensé.
Iba a llamar a nuestro jefe cuando concluí que generar alarma un domingo tal vez no fuera lo mejor. Además habíamos chateado largo y tendido y ella se leía muy animada.
Me fui al cumple infantil que tenía ese día. No había tragado el primer pebete cuando llegó la paz. Dos niños se pegaron a mi silla y corearon la frase del nick: ¡Quiero mover el bote! !Quiero mover el bote!
“¿No la conocés?”, me preguntó una madre que vio mi desconcierto. “Es la canción de la película Madagascar II”.
Evoqué las imágenes que me había construido, la de mi María empujando desde la orilla el pesado “bote” de sus responsabilidades. Y la otra, tremenda, en que ella estaba en el medio de un mar enorme, dispuesta a mover el bote desde el interior.
“Todo el mundo la canta, es muy conocida”, insistió la señora. Pero demoré unos segundos en poder pedirles a los niños que la cantaran toda.
No la recordaban bien, así que repetimos muchas veces ¡Quiero mover el bote! Quiero mover el bote!
viernes, 6 de marzo de 2009
Ejercicio de misterio
Algunas incógnitas de los gimnasios se han resuelto para mí. Por ejemplo, el hecho de que estén llenos de gordos. La mentira de que el ejercicio adelgaza ha sido, acaso, la más sostenida en la historia de las farsas. Pero ahí estamos todos, sudando en honor a la utopía.
Hay otros misterios más insondables, como que la gente mire todos los días su cartón con la “rutina” de aparatos, en vez de memorizar una cosa tan básica. O más misterioso aún, la génesis del momento en que uno empieza a saludarse con otros alumnos.
Tengo año y medio en mi gimnasio de ahora. A esta altura me saludo con un beso con unos cuatro asistentes, dedico un “hola y sonrisa” a una cantidad similar y un lejano y desinteresado “¿cómo andás?” a una decena aproximadamente. Pero no sé nada de sus vidas. Sólo que una vez a una le robaron el celular. It is all.
No puedo recordar quién me dijo el primer hola, el primer cómo andás… Ni siquiera quién me dio el primer beso. Pero estoy segura de que no fui yo.
Intento recordar alguna complicidad nacida de un golpe involuntario con la barra, un candado trancado, un quejarse del agua de la ducha o una receta de dieta… Nada. No hay nada que me una con mis besados actuales. Pero ya no puedo volver atrás. Ahora los tengo que besar. O cambiar de gimnasio.
A veces llego tarde y ya están en plena actividad. ¿Qué debo hacer?, me pregunto. ¿Ir hasta sus colchonetas? ¿Esperar la pausa? ¿Podré saludar a todos en la pausa? ¿No estarán demasiado transpirados a esa altura? La última pregunta siempre es negativa: ¿quién fue el imbécil que inventó los besos de gimnasio, si ni siquiera sé cómo se llama esta gente?
Hace dos días empezó uno nuevo en la sala de aparatos. Es de esos que carga mucho pero mucho peso y luego, mientras lo levanta, emite un sonido-quejido en cada repetición. Lo hace muy alto y se escucha su acompasado “uhhh /uhhh/uhhh/ uhhh”…Como un reloj: una repetición, un “uhhh”.
Lo miro como para intimidarlo, como diciéndole “vo, en serio, ¿tenemos que participar todos de tu esfuerzo?” Pero el hombre sigue como si nada. Entonces busco la mirada de uno de mis besados y nos sonreímos. El misterio se devela. Nos burlamos en silencio. Y hasta me dan ganas de darle otro beso en vez del “chau”. O de decirle un exagerado "uhhh" para sellar el vínculo.
Hay otros misterios más insondables, como que la gente mire todos los días su cartón con la “rutina” de aparatos, en vez de memorizar una cosa tan básica. O más misterioso aún, la génesis del momento en que uno empieza a saludarse con otros alumnos.
Tengo año y medio en mi gimnasio de ahora. A esta altura me saludo con un beso con unos cuatro asistentes, dedico un “hola y sonrisa” a una cantidad similar y un lejano y desinteresado “¿cómo andás?” a una decena aproximadamente. Pero no sé nada de sus vidas. Sólo que una vez a una le robaron el celular. It is all.
No puedo recordar quién me dijo el primer hola, el primer cómo andás… Ni siquiera quién me dio el primer beso. Pero estoy segura de que no fui yo.
Intento recordar alguna complicidad nacida de un golpe involuntario con la barra, un candado trancado, un quejarse del agua de la ducha o una receta de dieta… Nada. No hay nada que me una con mis besados actuales. Pero ya no puedo volver atrás. Ahora los tengo que besar. O cambiar de gimnasio.
A veces llego tarde y ya están en plena actividad. ¿Qué debo hacer?, me pregunto. ¿Ir hasta sus colchonetas? ¿Esperar la pausa? ¿Podré saludar a todos en la pausa? ¿No estarán demasiado transpirados a esa altura? La última pregunta siempre es negativa: ¿quién fue el imbécil que inventó los besos de gimnasio, si ni siquiera sé cómo se llama esta gente?
Hace dos días empezó uno nuevo en la sala de aparatos. Es de esos que carga mucho pero mucho peso y luego, mientras lo levanta, emite un sonido-quejido en cada repetición. Lo hace muy alto y se escucha su acompasado “uhhh /uhhh/uhhh/ uhhh”…Como un reloj: una repetición, un “uhhh”.
Lo miro como para intimidarlo, como diciéndole “vo, en serio, ¿tenemos que participar todos de tu esfuerzo?” Pero el hombre sigue como si nada. Entonces busco la mirada de uno de mis besados y nos sonreímos. El misterio se devela. Nos burlamos en silencio. Y hasta me dan ganas de darle otro beso en vez del “chau”. O de decirle un exagerado "uhhh" para sellar el vínculo.
domingo, 1 de marzo de 2009
Tallerista estrella
Es verdad que me gusta probar de todo y que tengo manía por anotarme en cursos cortos. Manualidades, educación y género, tejido en lana, baile, recreación, títeres, literatura, biodanza… Tanto me gustan que Mauri exagera y dice que si un hombre quiere excitarme de verdad, debe susurrarme al oído la palabra “taller”.
Admito que he hecho muchos cursillos y también que he pasado por todos sin aprender nada. Acaso porque los hago como todo en mi vida: sobrevolando, sin entrega ni disciplina.
De todas formas, siempre tengo una ganancia para mi ego: voy recopilando anécdotas que luego utilizo para animar las reuniones de adultos.
Una de las que tiene más aceptación es la experiencia de la biodanza. A la gente le encanta cuando explico que básicamente uno baila de ojos cerrados e interactúa con desconocidos, con los que cada poco rato debe abrazarse, acariciarse, tirarse al piso…
Si falta algo de interés, seguro surge cuando explico un ejercicio que se llama “lluvia de caricias”, que suele hacerse en traje de baño. Algunas veces logro arrancar alguna que otra carcajada, sobre todo si detallo con entusiasmo el “baile de la seducción” que me tocó practicar con un septuagenario cara de pícaro.
Cuando hay niños tengo que apelar a cosas más básicas: mostrar que tengo el brazo izquierdo más corto que el derecho. O que puedo girar el derecho sobre su eje casi 180 grados.
Pero si no logro conquistar la atención, ya no me importa nada y dejo salir la frase más censurada socialmente. Espero que se forme un silencio y la digo. “A mí no me gusta el sexo”. Silencio. Y después reacciones. No hay nadie, pero nadie de nadie, que acepte la idea y diga: “Está bien, gustos son gustos”. Por eso ese tópico está en el top ten de mis animaciones voluntarias.
Ahora acabo de anotarme en un taller que se llama “Constelaciones familiares”. Como en los anteriores, tengo poca información sobre cómo será, pero la ilusión es siempre la misma: encontrar algo que me haga estar más feliz.
Creo que el milagro mayor de estas poco familiares "Constelaciones" sería que me liberaran de la necesidad de ser estrella en los cumpleaños. Y así poder dedicarme a comer torta sin esperar aplausos y de todas formas brillar... acaso con luz propia.
Admito que he hecho muchos cursillos y también que he pasado por todos sin aprender nada. Acaso porque los hago como todo en mi vida: sobrevolando, sin entrega ni disciplina.
De todas formas, siempre tengo una ganancia para mi ego: voy recopilando anécdotas que luego utilizo para animar las reuniones de adultos.
Una de las que tiene más aceptación es la experiencia de la biodanza. A la gente le encanta cuando explico que básicamente uno baila de ojos cerrados e interactúa con desconocidos, con los que cada poco rato debe abrazarse, acariciarse, tirarse al piso…
Si falta algo de interés, seguro surge cuando explico un ejercicio que se llama “lluvia de caricias”, que suele hacerse en traje de baño. Algunas veces logro arrancar alguna que otra carcajada, sobre todo si detallo con entusiasmo el “baile de la seducción” que me tocó practicar con un septuagenario cara de pícaro.
Cuando hay niños tengo que apelar a cosas más básicas: mostrar que tengo el brazo izquierdo más corto que el derecho. O que puedo girar el derecho sobre su eje casi 180 grados.
Pero si no logro conquistar la atención, ya no me importa nada y dejo salir la frase más censurada socialmente. Espero que se forme un silencio y la digo. “A mí no me gusta el sexo”. Silencio. Y después reacciones. No hay nadie, pero nadie de nadie, que acepte la idea y diga: “Está bien, gustos son gustos”. Por eso ese tópico está en el top ten de mis animaciones voluntarias.
Ahora acabo de anotarme en un taller que se llama “Constelaciones familiares”. Como en los anteriores, tengo poca información sobre cómo será, pero la ilusión es siempre la misma: encontrar algo que me haga estar más feliz.
Creo que el milagro mayor de estas poco familiares "Constelaciones" sería que me liberaran de la necesidad de ser estrella en los cumpleaños. Y así poder dedicarme a comer torta sin esperar aplausos y de todas formas brillar... acaso con luz propia.
martes, 17 de febrero de 2009
La bolsa y la vida
El muchachito caminaba a duras penas, porque venía demasiado cargado. En una mano, la mochila llena. Tanto que no se dejaba colgar en la espalda. En la otra, una bolsa de nylon. De esas que cortan los dedos de tan pesadas.
Cuando paró para acomodarse le ofrecí ayuda.
- No gracias-respondió muy seguro.
Pero hizo unos pasos y se dio vuelta a mirarme. Otros pasos. Me miró de nuevo. Se decidió a caminar a mi lado.
Se llama Fran. Viene de la casa de su padre. Fue por el fin de semana. Sus padres son separados. Por eso, como lleva y trae cosas, anda así de cargado. Su madre le va a acomodar las cosas ahora. Vive acá nomás, en aquella calle de allá, en el edificio que está pegado a aquel otro. ¿Ves? ¿Lo ves desde acá?
Paramos. Acomoda el peso. No quiere que lo ayude. Tiene 11 años. Está contento porque el 9 de marzo empieza el liceo.
Me acompaña hasta la esquina de casa. Le digo mi nombre. Subo y pienso que, puestos a elegir, los niños prefieren regalar la vida y conservar la bolsa.
Cuando paró para acomodarse le ofrecí ayuda.
- No gracias-respondió muy seguro.
Pero hizo unos pasos y se dio vuelta a mirarme. Otros pasos. Me miró de nuevo. Se decidió a caminar a mi lado.
Se llama Fran. Viene de la casa de su padre. Fue por el fin de semana. Sus padres son separados. Por eso, como lleva y trae cosas, anda así de cargado. Su madre le va a acomodar las cosas ahora. Vive acá nomás, en aquella calle de allá, en el edificio que está pegado a aquel otro. ¿Ves? ¿Lo ves desde acá?
Paramos. Acomoda el peso. No quiere que lo ayude. Tiene 11 años. Está contento porque el 9 de marzo empieza el liceo.
Me acompaña hasta la esquina de casa. Le digo mi nombre. Subo y pienso que, puestos a elegir, los niños prefieren regalar la vida y conservar la bolsa.
jueves, 12 de febrero de 2009
el plinto
En la gimnasia del liceo íbamos a la plaza de deportes. Yo me ahogaba corriendo “a la manzana”, para qué negarlo, pero no fue por eso que pedí pase a la “gimnasia especial”.
No sé si habrá todavía ni si se llama igual, pero fue el terror de mi primera adolescencia, el símbolo de mis limitaciones… Hablo del plinto.
Apenas recuerdo ese instante en que uno tomaba carrera para después apoyar rápidamente las manos, con la idea de caer parado del otro lado. Ufff ¡qué angustia!. Nunca logré hacerlo.
Peor. Nunca logré intentarlo de verdad. Algunos días de lluvia, cuando había pocos alumnos, me animaba a unos atisbos. Empezaba la carrera, hacía el amague con la posición de las manos y luego rodeaba el plinto trotando, mientras hacía payasadas para simular que había sido a propósito.
En estos días de crisis se me dio por pensar que el profe que admitió mi pase a la "gimnasia especial" es el culpable de todo. Porque me enseñó que siempre hay un camino más cómodo para los que no se animan.
Y no siempre el camino más cómodo es el que duele menos. A veces es mejor levantarse de un buen golpe que pasarse la vida corriendo alrededor. Del plinto.
Ya me parecía a mí que había graves carencias de formación en el Instituto de Educación Fïsica, que sin duda entrará en mi lista negra. Desde ahora todo será culpa de los padres y del ISEF, en plintos iguales.
martes, 27 de enero de 2009
Madrinas
Después del bautismo, el primer contacto con mi madrina fue una Navidad. Yo andaría por los cuatro años y deseaba un teléfono de juguete más que al aire que respiraba.
Papá anunció que la Navidad sería distinta porque iríamos a Rosario, donde estaba mi madrina. ¡Zas! Mi cabeza voló y me entusiasmé mucho. No tanto por la posibilidad de conocerla, sino por la certeza de que ella me daría el teléfono que quería.
Llegué a convencerme de que el viaje a Rosario tenía esa finalidad. Imaginé que mis padres habían tramado todo para que mi madrina me diera mi ansiado regalo.
El viaje a Rosario fue eterno, pero no rezongué.
-¿Cómo es mi madrina, mamá?
-Bueno, la última vez que la vi tenía el pelo largo y lacio. A veces es rubia y a veces no.
-¿Es linda?
- Es linda sí.
En Rosario fuimos directo a lo de Tía Ana. Mi madrina llegó un rato después. No traía una caja en papel de regalo.¡Traía dos!
-¿Son las dos para mi?- pregunté, para descartar que hubiera que compartir alegrías con mi hermana.
-Claro- dijo y se sonrió.
En el primer paquete había un recipiente de metal gris, redondito y una cuchara también de aluminio. Dos utensillos de aluminio, sin un solo dibujito, una rayita, nada, ni un colorcito... solo aluminio gris.
- Ah, ¡una compotera! !Qué bueno!- Mi madre quiso prevenir el desborde de llanto que me adivinaba en la cara.
- ¡Una compotera no!- saltó mi madrina, y me acercó la segunda caja:
- Son dos. Hacen el juego -me explicó.
Dicen que los niños piensan en el suicidio. Yo debí de hacerlo aquella noche. Sntada en el piso, a 500 kilómetros de mi casa, ayuna de todo teléfono de juguete y con dos compoteras de aluminio en la mano.
Creo que esa noche me convertí en lo que soy: la peor madrina del mundo. Cuando pienso en mis ahijados trato de invocar a Drexler y me disculpo tarareando su “cada uno da lo que recibe / y luego recibe lo que da/ nada es más simple / no hay otra norma / nada se pierde / todo se transforma”.
Todo menos las compoteras, claro, que jamás serán teléfonos.
Papá anunció que la Navidad sería distinta porque iríamos a Rosario, donde estaba mi madrina. ¡Zas! Mi cabeza voló y me entusiasmé mucho. No tanto por la posibilidad de conocerla, sino por la certeza de que ella me daría el teléfono que quería.
Llegué a convencerme de que el viaje a Rosario tenía esa finalidad. Imaginé que mis padres habían tramado todo para que mi madrina me diera mi ansiado regalo.
El viaje a Rosario fue eterno, pero no rezongué.
-¿Cómo es mi madrina, mamá?
-Bueno, la última vez que la vi tenía el pelo largo y lacio. A veces es rubia y a veces no.
-¿Es linda?
- Es linda sí.
En Rosario fuimos directo a lo de Tía Ana. Mi madrina llegó un rato después. No traía una caja en papel de regalo.¡Traía dos!
-¿Son las dos para mi?- pregunté, para descartar que hubiera que compartir alegrías con mi hermana.
-Claro- dijo y se sonrió.
En el primer paquete había un recipiente de metal gris, redondito y una cuchara también de aluminio. Dos utensillos de aluminio, sin un solo dibujito, una rayita, nada, ni un colorcito... solo aluminio gris.
- Ah, ¡una compotera! !Qué bueno!- Mi madre quiso prevenir el desborde de llanto que me adivinaba en la cara.
- ¡Una compotera no!- saltó mi madrina, y me acercó la segunda caja:
- Son dos. Hacen el juego -me explicó.
Dicen que los niños piensan en el suicidio. Yo debí de hacerlo aquella noche. Sntada en el piso, a 500 kilómetros de mi casa, ayuna de todo teléfono de juguete y con dos compoteras de aluminio en la mano.
Creo que esa noche me convertí en lo que soy: la peor madrina del mundo. Cuando pienso en mis ahijados trato de invocar a Drexler y me disculpo tarareando su “cada uno da lo que recibe / y luego recibe lo que da/ nada es más simple / no hay otra norma / nada se pierde / todo se transforma”.
Todo menos las compoteras, claro, que jamás serán teléfonos.
sábado, 17 de enero de 2009
Socialmente irresponsable
Un día se quebró un vidrio en casa. Lo junté con la escoba y lo puse en la basura.
Marina me miró perpleja.
- ¿Lo vas a bajar ahí mezclado con toda la basura?- preguntó sorprendida.
- ¿Qué tiene de malo?
- ¿No sabés que hay gente que revuelve la basura? Se pueden cortar. Al menos deberías poner un papel afuera con un aviso de tipo “cuidado, hay vidrios”.
Nunca lo bajé. Los pedazos de vidrio estuvieron meses en casa y no sé quién se encargó, pero no fui yo. Es que cada vez que iba a hacer el cartelito me deprimía la imagen de una persona revolviendo y sentía vergüenza de haber descubierto lo poco que pienso en los demás.
A ese descubrimiento le siguió la película de Al Gore, que fue toda una confirmación: soy individualista. Ojo, sí creo que el cambio climático es verdad. Lo que no logro es que me importe.
Ahora parece que un comportamiento muy comprometido es rechazar las bolsas de nylon. En mi barrio aún no se ha hecho costumbre, pero el almacenero de enfrente a mi trabajo me contó que los europeos “no te agarran una sola bolsa”.
- A veces, si ven que se les cae todo, se llevan una y después me la vienen a devolver.
- Ah bueno…Entonces quédese con esta. No pensará que después de ese cuento me voy a llevar un yogur embolsado. Desde ahora no llevo más. Europa es vanguardia- bromeé. Pero me propuse rechazarlas de verdad.
Ayer, mientras buscaba la plata para pagar el almuerzo, la cajera me puso dos bolsas: una para el refresco y otra para el omelette.
- Te agradezco pero te dejo las bolsas- le dije mientras yo misma las sacaba.
- Ok. No hay problema. ¿Los cubiertos de plástico también los dejas?
- Ehhhhhh
(Debate interno entre el orgullo, el placer de ser socialmente responsable y la perspectiva de comer con las manos).
“Dámelos”, le ordeno muy firme.
Pero la inseguridad me acompañó en el camino... No sé cuánto tarda en degradarse un cubierto… Se supone que las generaciones que vienen serán más evolucionadas. De última que los pongan a todos juntos en un trasbordador y que los manden a algún otro planeta… qué se yo. Eso sí, con un cartelito que avise: “Cuidado, hay cuchillos”.
Marina me miró perpleja.
- ¿Lo vas a bajar ahí mezclado con toda la basura?- preguntó sorprendida.
- ¿Qué tiene de malo?
- ¿No sabés que hay gente que revuelve la basura? Se pueden cortar. Al menos deberías poner un papel afuera con un aviso de tipo “cuidado, hay vidrios”.
Nunca lo bajé. Los pedazos de vidrio estuvieron meses en casa y no sé quién se encargó, pero no fui yo. Es que cada vez que iba a hacer el cartelito me deprimía la imagen de una persona revolviendo y sentía vergüenza de haber descubierto lo poco que pienso en los demás.
A ese descubrimiento le siguió la película de Al Gore, que fue toda una confirmación: soy individualista. Ojo, sí creo que el cambio climático es verdad. Lo que no logro es que me importe.
Ahora parece que un comportamiento muy comprometido es rechazar las bolsas de nylon. En mi barrio aún no se ha hecho costumbre, pero el almacenero de enfrente a mi trabajo me contó que los europeos “no te agarran una sola bolsa”.
- A veces, si ven que se les cae todo, se llevan una y después me la vienen a devolver.
- Ah bueno…Entonces quédese con esta. No pensará que después de ese cuento me voy a llevar un yogur embolsado. Desde ahora no llevo más. Europa es vanguardia- bromeé. Pero me propuse rechazarlas de verdad.
Ayer, mientras buscaba la plata para pagar el almuerzo, la cajera me puso dos bolsas: una para el refresco y otra para el omelette.
- Te agradezco pero te dejo las bolsas- le dije mientras yo misma las sacaba.
- Ok. No hay problema. ¿Los cubiertos de plástico también los dejas?
- Ehhhhhh
(Debate interno entre el orgullo, el placer de ser socialmente responsable y la perspectiva de comer con las manos).
“Dámelos”, le ordeno muy firme.
Pero la inseguridad me acompañó en el camino... No sé cuánto tarda en degradarse un cubierto… Se supone que las generaciones que vienen serán más evolucionadas. De última que los pongan a todos juntos en un trasbordador y que los manden a algún otro planeta… qué se yo. Eso sí, con un cartelito que avise: “Cuidado, hay cuchillos”.
sábado, 10 de enero de 2009
Amores perros
No existen mascotas para gente sola que trabaja mucho. He pensado en todas. Hace un tiempo quise un perro grande para sentir menos miedo, pero concluí que no puedo tenerlo encerrado todo el día mientras trabajo.
A mamá se le ocurrió que tuviera un tero.
_ ¿Cómo son los teros? No me acuerdo, mami. ¿No es un pájaro?
_ Es parecido a un pájaro, pero son mucho más lindos. Y muy guardianes. Eso sí, si no le cortás las alas, se te va… Incluso podrías atarlo con una piolita en la terraza.
Por el recuerdo que tenía de los teros, me costaba creer que pudieran espantar a un ladrón, pero le pedí a Miriam que me buscara un pichón. En la Charqueada hay muchos y Miriam me dijo lo mismo: que eran divinos y servían como animal guardián.
Me entusiasmé con la idea y fui a Internet a ver la cara de mi futura mascota. En la pantalla comprobé que a las mujeres de mi casa les falta un tornillo, porque el tero no sólo es un simple pájaro, sino que tiene cara de malo y jamás me hubiera animado a atarlo con una piola en la terraza. Mucho menos a flagelar sus alas.
Con el tiempo fui sintiendo menos miedo y quise tener una mascota por otro motivo: ganas de un cariño cuando llego a casa. Fui a la feria de Tristán Narvaja y me esforcé por sentir algo con la mirada de un pez, de una tortuga... Fracaso. Esos bichos no tienen mirada.
A mi amiga Andrea se le ocurrió una idea. Ella también pasa poco tiempo en la casa y pensó que podíamos comprar conejos de 40 pesos por el fin de semana, disfrutar de sus mimos esos dos días y los lunes, a la hora de trabajar, hacerlos resbalar por la ventana hacia un mundo mejor. Pero nunca nos decidimos.
Los gatos están fuera de discusión. Sueño con un mundo sin gatos, de modo que vuelvo al principio y solo puede ser un perro.
Cuando conocí el caniche de Teresita me decidí: “este es el tipo que quiero”. El detalle es que tengo que renunciar a uno de mis trabajos para atenderlo. El animal no puede estar solo de 7 a 20. Eso sí... si renuncio a un trabajo, no sé si podré pagar su alimento, veterinario y esas cosas.
Una de las metas 2009 es tener un caniche. Tengo claro que supone muchas renuncias, que habrá menos libertad, que tendré que cocinarle, acompañarlo cuando se enferme, que no podré decir “me voy de viaje” sin más y que todos los días cargaré con la certeza de que debo volver a casa, aunque me tienten otros destinos.
Mientras llega el día, pienso en cómo manejar el gran miedo. Ese de renunciar a cosas por él, quererlo mucho, abrazarlo mucho, dejar de hacer cosas para estar a su lado y que un día me mire tiernecito y me diga (en lenguaje perruno) que soy buenísima, que me agradece todo, pero que quiere otra cosa. Y guau.
Y no ser capaz de cortarle las alas.
A mamá se le ocurrió que tuviera un tero.
_ ¿Cómo son los teros? No me acuerdo, mami. ¿No es un pájaro?
_ Es parecido a un pájaro, pero son mucho más lindos. Y muy guardianes. Eso sí, si no le cortás las alas, se te va… Incluso podrías atarlo con una piolita en la terraza.
Por el recuerdo que tenía de los teros, me costaba creer que pudieran espantar a un ladrón, pero le pedí a Miriam que me buscara un pichón. En la Charqueada hay muchos y Miriam me dijo lo mismo: que eran divinos y servían como animal guardián.
Me entusiasmé con la idea y fui a Internet a ver la cara de mi futura mascota. En la pantalla comprobé que a las mujeres de mi casa les falta un tornillo, porque el tero no sólo es un simple pájaro, sino que tiene cara de malo y jamás me hubiera animado a atarlo con una piola en la terraza. Mucho menos a flagelar sus alas.
Con el tiempo fui sintiendo menos miedo y quise tener una mascota por otro motivo: ganas de un cariño cuando llego a casa. Fui a la feria de Tristán Narvaja y me esforcé por sentir algo con la mirada de un pez, de una tortuga... Fracaso. Esos bichos no tienen mirada.
A mi amiga Andrea se le ocurrió una idea. Ella también pasa poco tiempo en la casa y pensó que podíamos comprar conejos de 40 pesos por el fin de semana, disfrutar de sus mimos esos dos días y los lunes, a la hora de trabajar, hacerlos resbalar por la ventana hacia un mundo mejor. Pero nunca nos decidimos.
Los gatos están fuera de discusión. Sueño con un mundo sin gatos, de modo que vuelvo al principio y solo puede ser un perro.
Cuando conocí el caniche de Teresita me decidí: “este es el tipo que quiero”. El detalle es que tengo que renunciar a uno de mis trabajos para atenderlo. El animal no puede estar solo de 7 a 20. Eso sí... si renuncio a un trabajo, no sé si podré pagar su alimento, veterinario y esas cosas.
Una de las metas 2009 es tener un caniche. Tengo claro que supone muchas renuncias, que habrá menos libertad, que tendré que cocinarle, acompañarlo cuando se enferme, que no podré decir “me voy de viaje” sin más y que todos los días cargaré con la certeza de que debo volver a casa, aunque me tienten otros destinos.
Mientras llega el día, pienso en cómo manejar el gran miedo. Ese de renunciar a cosas por él, quererlo mucho, abrazarlo mucho, dejar de hacer cosas para estar a su lado y que un día me mire tiernecito y me diga (en lenguaje perruno) que soy buenísima, que me agradece todo, pero que quiere otra cosa. Y guau.
Y no ser capaz de cortarle las alas.
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