miércoles, 31 de diciembre de 2008

sin festejos

Que Papá Noel fueran los padres no me afectó tanto. Lo que nunca pude superar fue que el Año Nuevo lo estrenaran los australianos y me llegara recontra usado.

Adida´s delito´s

Ayer supe que abrió un local de Adidas a la vuelta de mi casa. La marca de las tres líneas. Y no deja de emocionarme, porque cuando chica supe ser fanática de sus equipos deportivos y championes. No por haberlos tenido, sino por lo contrario.

En realidad, a mi sí me compraban cosas Adidas, pero brasileras. Eran los Adidas del Chuy, que no eran iguales, por mucho que mamá dijera que sí. Igual me encantaba tener equipos Adidas brasileros.

En general, llegaban antes de empezar las clases, con el viaje del "surtido". Yo sufría náuseas en la ruta, pero cuando llegábamos ahhh… qué lindo. Llenar el carro en el super y después ponerse ropa nueva de pies a cabeza era, sin dudas, una de las mejores alegrías.

Y la emoción de comprar bolsas enteras de bombachas o de llevar medias por docena… ¡Dios! Las idas al Chuy despertaron un exacerbado consumismo en mi primera infancia que hasta ahora estoy tratando de revertir. Pero esos viajes eran mucho más que comprar. Tenían puntos emocionales altos, como pasar la Aduana.

El operativo de esconder las cosas en el auto incluía hacer desaparecer bolsas, ponerse ropa hasta parecer el muñeco de Pirelli y coser almohadones con sábanas adentro, sobre los que había que sentarse. En general, era la abuela la que se les sentaba arriba porque era tan gorda que tapaba todo y además ella ponía cara de mala para disuadir al aduanero.

Antes de llegar al puesto de control, adrenalina pura. Y mamá que nos manda callar… shshsh… Y se abre el baúl y la respiración contenida y el hombre que observa y revuelve... Y me miro los pies con mis championes Adidas, y por gusto me piso uno con el otro, como si fueran viejos y no me importara. Y el auto que arranca y grandes festejos entre ventanillas.

El estreno de los Adidas en la escuela era otro gran momento. Aún sabiendo que no eran los mejores, que los verdaderos eran caros y estaban en otro lado. Acaso, a la vuelta misma de mi casa.

lunes, 22 de diciembre de 2008

la Ronda del miedo

De todos los miedos que tengo (todos los que existen) sólo me animo a hacerle frente a uno: el miedo al ridículo.

Una amiga me contó hace años que, mandada por su terapeuta y con la idea de transitar ese camino, se subía a los ómnibus a vender inciensos.

Yo he hecho un recorrido mucho más humilde, aunque en ascenso. Cantar en la calle, bailar de ojos cerrados y dejar de usar cierta ropa interior fueron los primeros pasos.

En estos tiempos, le he dado un buen golpe a ese miedo gracias a la bicicleta. Por algunas descoordinaciones logísticas, me ha tocado ir a conferencias de prensa con pantalón deportivo y pedalear en pollera. También andar con la cara llena de grasa sin saberlo o tener a medio edificio esperando para usar el ascensor cuando la bici se me tranca en su interior.

La mayor parte de mis avances se la debo al casco violeta que mi madre me regaló y me conmina a ponerme. Mamá no lo sabe, pero me gritan cosas en la calle por el casco. Yo repito como un mantra “no le temo al ridículo, no le temo al ridículo, mi casco me protege, parezco un astronauta pero estoy protegida”.

La debilidad me gana cuando paso por La Ronda con la cara colorada del esfuerzo. Ningún bar me intimida tanto como ese, vaya uno a saber por qué. Acaso porque los que están ahí sentados se ven tan lindos... Y yo paso hecha un desastre, transpirada y con un globo violeta en la cabeza.

El sol es el gran enemigo de mis paseos ciclistas. Por eso el otro día, cuando me crucé con una turista que llevaba una sombrilla de colores, pensé: “qué buena idea para mi bici. Yo podría manejar con una mano y sostener la sombrilla con la otra”.
Desde ese día lo pienso, pero no me decido.

La lucha contra el ridículo es un arma de doble filo. Mientras junto valor, fantaseo con estacionar la bici en La Ronda una tarde de estas, sacarme despacio el casco, apoyarlo en esa mesa divina que tienen, dejar la sombrilla colgada en un respaldo y pedir una cerveza. Para brindar claro, por los que venden incienso para dejar de temer.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Anti age

Mamá me regaló una crema antiarrugas. Ese hecho, por sí sólo, valdría una reflexión, pero el problema no es la crema en sí. Creo que el problema es el frasco, el pote, el envase.

A la crema la usé con mucho gusto. Hace como un mes me pareció que se estaba terminando y compré otra. Pero a la de mami le quedaba un poco, así que la dejé boca abajo.

Empecé a ponerme de la nueva. Todos los días, cuando termino de untármela, saco un restito de la de mami, con la esperanza de que sea la última vez. Pero sigue saliendo. Y me pongo de esa también.

A veces la cara ya no puede absorber más y me la desparramo en los brazos. Cuando me parece demasiado derroche, la cierro y pienso: “mañana se termina seguro” y la dejo boca arriba. Pero no se acaba.

No quiero pensar que el frasco está endiablado y se rellena solo. Sólo trato de ver por qué me falta valor para tirarlo de una vez. Tener dos cremas en la pileta me deja sin espacio para el jabón, por ejemplo, pero no me decido a hacer nada.

Me pregunto si esa indecisión es hija de mi masoquismo… Ese mismo masoquismo que siempre me hace prolongar las incomodidades o mirar primero el “Correo no deseado” en el Hotmail.

También puede ser avaricia, o castigo divino por hacerle frente al paso del tiempo. O puede ser una prueba más de que las cosas que nos dan las madres duran para siempre.