jueves, 19 de noviembre de 2009

Madres con razón

Recién pasé caminando por el Parque Rodó. Ver a los papis con sus hijos y sin las mamis me resulta enternecedor. Es muy fea mi actitud, lo sé, pero no lo puedo evitar. Es como cuando veo al médico que besa a los viejos. O a los escolares que van en excursión y sacan la mitad del cuerpo para saludar por la ventanilla… Me conmueve.

El Parque Rodó me hizo pensar en una repetida charla con mi madre. Cuando una madre nos dice que no tenemos pareja porque somos demasiado exigentes, atenti. Algo grave sucede. Y ni siquiera la madre es capaz de ver la dimensión del problema, aunque lo intuye.

Lo primero es no creerle jamás. Lo segundo, no renunciar al mínimo.

- Pero te juro que no, mami. No pido que haya estudiado en Harvard. Claro, el liceo sí, mamá. Menos que Secundaria completa no. Quiero decir, si tengo menos requisitos que el Ejército, estoy medio en el horno…

Mamá escucha como quien oye llover.

– No pido tanto, en serio. Que sea bastante mayor que yo, pero no viejo. Que esté divorciado pero le queden ganas de tener pareja. Que quiera tener pareja pero no ganas de convivir. Y que tenga dos hijitos del matrimonio anterior. Que los hijitos no sean bebés. Tipo, que no lloren mucho ni usen pañales. Pero que estén a tiempo de encariñarse conmigo. Y que la madre sea buena. Tipo, si hacen fiebre, ta, se los mando. Pero a mí también me quieren. No sé mucho cómo hacer para que me quieran si no convivo con el padre… Capaz que me compro un perro y hago que vengan a verlo y le den de comer y eso…

Mamá piensa que soy una ridícula pero no lo puede decir. Soy su hija.

Y decía que hoy la recordé cuando caminaba por el Parque Rodó. Cuando vi a todos esos padres sin parejas y con nenes, dije: “este es el lugar. Vendré a pasear aquí todos los domingos porque seguro que acá está el hombre que busco". Pero en seguida pensé:

- Igual es medio terraja venir al Parque Rodó. O sea, es como un paseo muy básico. Si te toca ver a tu hijo una vez a la semana… ¡podrías haberte puesto un poco las pilas! No sé, esmerarte, buscar un lugar distinto… ¿no?

Y en ese momento, cuando acabo de abandonar a mi hombre ideal imaginario por falta de originalidad, me acuerdo de mamá. Vaya uno a saber por qué…

lunes, 16 de noviembre de 2009

Segundas vueltas...

Como en las novelas, él era rico y yo pobre. Sus padres eran universitarios; los míos obreros. Su casa grande quedaba a unos kilómetros de la ciudad. La mía, chiquita, en un barrio de calles inundables.

José Antonio. La primera vez que lo vi fue en un acto de la escuela. No recuerdo si bailaba el carnavalito o cantaba “Que canten los niños, que alcen su voz”, pero lo vi y lo supe: me iba a gustar para siempre y él jamás se enamoraría de mí.

Era inteligente, abanderado, soberbio, tímido e, intuyo, un poco misógino. Pero me encantaba. José Antonio. Hasta el nombre era de novela.

En la escuela lo amé en silencio. Pero en el liceo la cosa se picó un poco más. Las hormonas le ganaron a la lucha de clases y agarramos la costumbre de apretar a la salida de los bailes.

Nos besábamos hasta que su hermano venía a buscarlo, porque como vivían lejos, se tenían que ir en el mismo auto. Por eso aprendí a manejar. Para llevarlo yo misma y poder besarlo más rato. José Antonio.

Eso sí, me daba miedo poner tercera. Hacíamos los cinco kilómetros en segunda y él me decía que así iba a levantar temperatura el auto, y yo que no, que no, que siempre hacía ese ruido.

A veces manejaba a la ida y yo volvía sola en segunda. Llegaba tardísimo de los bailes en esa época. Pero nunca hicimos el amor con José Antonio (con ese nombre no pega otro verbo). ¿Por qué no lo hicimos? Es lo que me pregunto siempre.

Se casó y, desde entonces, solo lo veo en las elecciones, cuando voy a mi pueblo a votar. Una vez cada cinco años. Nos cruzamos en el centro y nos saludamos con la mano, de lejos.

Este 25 de octubre mamá me fue a esperar al ómnibus.

- No vamos a pasar por el centro porque hay demasiado tránsito-me avisó camino a casa.
- ¡Ahhh mamá! La única chance de ver a José Antonio y me la sacás así!
- ¡Qué José Antonio ni José Antonio! Si no lo ves nunca y está casado.
- ¡Por eso mismo!

Pero no la convencí. Voté, trabajé y en la madrugada viajé de regreso a Montevideo.

Llego a Tres Cruces, me levanto para agarrar mi bolso y, justo en la fila de asientos de enfrente, veo la sonrisa de José Antonio. Me dice:

- ¿Cómo te va? ¡Tantos años!

No pude hacer nada. Ni hablar. Solo sonreír e imaginarme cómo me vería, toda despeinada, el maquillaje corrido, apenas despierta, acaso con lagañas. Hice como que buscaba algo bajo el asiento.

Hubiera querido decirle:
- ¿Tenés hijos? ¿Has tenido alguna crisis matrimonial? ¿Seguís siendo católico? Yo manejo poco, pero pongo hasta quinta sin problemas.

No dije nada. Llegué a casa y llamé a mamá:

- Para el 29, cuando me saques el pasaje, ¡el asiento tiene que ser pegado al de José Antonio mamá! ¡No enfrente! ¡Para algo tienen que servir las segundas vueltas!