domingo, 22 de marzo de 2009

Ángeles

El primer ángel que tuve era australiano. Se llamó Ralph. El día que lo creé estaba leyendo “El Pájaro canta hasta morir” y estaba tan triste que no me dio para imaginar mucho. Lo inventé a imagen y semejanza del personaje de la novela, que además era cura, una profesión que pegaba bastante con el rol angelical.

Cada vez que tenía un problema, acudía a la ayuda de mi angelito Ralph. Porque si bien había sido australiano, como el del libro, había muerto para cuidarme y estaba en todas partes; sobre todo en aquellas donde yo me metía en problemas.

La psicóloga quiso que hablara de él y me negué. Porque sentí que traicionaba un acuerdo de años. Sí pude hablarle del otro Ángel, el que conocí en España. Además de llamarse así, este segundo Ángel se portó como un mismísimo. Aguantó mis berrinches en el primer mundo y supo velar mi sueño y esas cosas que hacen los ángeles.

Esta semana fui a un curso de esos que hacemos los postmodernos en eternas búsquedas, los que cada poco tiempo nos preguntamos: “¿Y esto era todo?”. E intentamos con alguna cosa nueva.

Apenas había comenzado, la instructora ordenó: "Miren a su alrededor y elijan a su angelito". Y yo pensé: “¡guau! Otro más”. Miré y me quedé con uno de origen chino, que durante el curso me cocinó y cuidó como un Ángel Vip Gold.

El otro día pensaba que si Dios se me enoja un día de estos, no tendré argumentos para disculparme. Porque no se puede ser tan malagradecida… No se puede tener una cuadrilla internacional de ángeles y seguir tan atea como siempre.

sábado, 7 de marzo de 2009

¿Proyección marítima?

María es una compañera de trabajo nueva. Me cayó muy bien desde el primer momento. Nos intercambiamos correos y nos agregamos en el msn.

Llevábamos pocos días del trabajo conjunto cuando leí en su nick del chat una frase que me preocupó, un tanto existencial para mi gusto. Pero como tenemos poca confianza, no quise ser indiscreta.

Según lo que yo descifraba, daba a entender que estaba estancada, que se sentía paralizada.

Intenté sacar conversación sobre su vida. Me habló de su ex y de lo dura que había sido la separación durante un tiempo.

Entonces la frase del nick se resignificó 100% para mí. “¡Dios! Qué tonta soy. María no se siente estancada. Ese mensaje es claramente suicida. Es de alguien que está pensando en tirarse por la borda”, pensé.

Iba a llamar a nuestro jefe cuando concluí que generar alarma un domingo tal vez no fuera lo mejor. Además habíamos chateado largo y tendido y ella se leía muy animada.

Me fui al cumple infantil que tenía ese día. No había tragado el primer pebete cuando llegó la paz. Dos niños se pegaron a mi silla y corearon la frase del nick: ¡Quiero mover el bote! !Quiero mover el bote!

“¿No la conocés?”, me preguntó una madre que vio mi desconcierto. “Es la canción de la película Madagascar II”.

Evoqué las imágenes que me había construido, la de mi María empujando desde la orilla el pesado “bote” de sus responsabilidades. Y la otra, tremenda, en que ella estaba en el medio de un mar enorme, dispuesta a mover el bote desde el interior.

“Todo el mundo la canta, es muy conocida”, insistió la señora. Pero demoré unos segundos en poder pedirles a los niños que la cantaran toda.

No la recordaban bien, así que repetimos muchas veces ¡Quiero mover el bote! Quiero mover el bote!

viernes, 6 de marzo de 2009

Ejercicio de misterio

Algunas incógnitas de los gimnasios se han resuelto para mí. Por ejemplo, el hecho de que estén llenos de gordos. La mentira de que el ejercicio adelgaza ha sido, acaso, la más sostenida en la historia de las farsas. Pero ahí estamos todos, sudando en honor a la utopía.

Hay otros misterios más insondables, como que la gente mire todos los días su cartón con la “rutina” de aparatos, en vez de memorizar una cosa tan básica. O más misterioso aún, la génesis del momento en que uno empieza a saludarse con otros alumnos.

Tengo año y medio en mi gimnasio de ahora. A esta altura me saludo con un beso con unos cuatro asistentes, dedico un “hola y sonrisa” a una cantidad similar y un lejano y desinteresado “¿cómo andás?” a una decena aproximadamente. Pero no sé nada de sus vidas. Sólo que una vez a una le robaron el celular. It is all.

No puedo recordar quién me dijo el primer hola, el primer cómo andás… Ni siquiera quién me dio el primer beso. Pero estoy segura de que no fui yo.

Intento recordar alguna complicidad nacida de un golpe involuntario con la barra, un candado trancado, un quejarse del agua de la ducha o una receta de dieta… Nada. No hay nada que me una con mis besados actuales. Pero ya no puedo volver atrás. Ahora los tengo que besar. O cambiar de gimnasio.

A veces llego tarde y ya están en plena actividad. ¿Qué debo hacer?, me pregunto. ¿Ir hasta sus colchonetas? ¿Esperar la pausa? ¿Podré saludar a todos en la pausa? ¿No estarán demasiado transpirados a esa altura? La última pregunta siempre es negativa: ¿quién fue el imbécil que inventó los besos de gimnasio, si ni siquiera sé cómo se llama esta gente?

Hace dos días empezó uno nuevo en la sala de aparatos. Es de esos que carga mucho pero mucho peso y luego, mientras lo levanta, emite un sonido-quejido en cada repetición. Lo hace muy alto y se escucha su acompasado “uhhh /uhhh/uhhh/ uhhh”…Como un reloj: una repetición, un “uhhh”.

Lo miro como para intimidarlo, como diciéndole “vo, en serio, ¿tenemos que participar todos de tu esfuerzo?” Pero el hombre sigue como si nada. Entonces busco la mirada de uno de mis besados y nos sonreímos. El misterio se devela. Nos burlamos en silencio. Y hasta me dan ganas de darle otro beso en vez del “chau”. O de decirle un exagerado "uhhh" para sellar el vínculo.

domingo, 1 de marzo de 2009

Tallerista estrella

Es verdad que me gusta probar de todo y que tengo manía por anotarme en cursos cortos. Manualidades, educación y género, tejido en lana, baile, recreación, títeres, literatura, biodanza… Tanto me gustan que Mauri exagera y dice que si un hombre quiere excitarme de verdad, debe susurrarme al oído la palabra “taller”.

Admito que he hecho muchos cursillos y también que he pasado por todos sin aprender nada. Acaso porque los hago como todo en mi vida: sobrevolando, sin entrega ni disciplina.

De todas formas, siempre tengo una ganancia para mi ego: voy recopilando anécdotas que luego utilizo para animar las reuniones de adultos.

Una de las que tiene más aceptación es la experiencia de la biodanza. A la gente le encanta cuando explico que básicamente uno baila de ojos cerrados e interactúa con desconocidos, con los que cada poco rato debe abrazarse, acariciarse, tirarse al piso…

Si falta algo de interés, seguro surge cuando explico un ejercicio que se llama “lluvia de caricias”, que suele hacerse en traje de baño. Algunas veces logro arrancar alguna que otra carcajada, sobre todo si detallo con entusiasmo el “baile de la seducción” que me tocó practicar con un septuagenario cara de pícaro.

Cuando hay niños tengo que apelar a cosas más básicas: mostrar que tengo el brazo izquierdo más corto que el derecho. O que puedo girar el derecho sobre su eje casi 180 grados.

Pero si no logro conquistar la atención, ya no me importa nada y dejo salir la frase más censurada socialmente. Espero que se forme un silencio y la digo. “A mí no me gusta el sexo”. Silencio. Y después reacciones. No hay nadie, pero nadie de nadie, que acepte la idea y diga: “Está bien, gustos son gustos”. Por eso ese tópico está en el top ten de mis animaciones voluntarias.

Ahora acabo de anotarme en un taller que se llama “Constelaciones familiares”. Como en los anteriores, tengo poca información sobre cómo será, pero la ilusión es siempre la misma: encontrar algo que me haga estar más feliz.

Creo que el milagro mayor de estas poco familiares "Constelaciones" sería que me liberaran de la necesidad de ser estrella en los cumpleaños. Y así poder dedicarme a comer torta sin esperar aplausos y de todas formas brillar... acaso con luz propia.