viernes, 16 de abril de 2010

El límite Nivea

A veces, te juro, me pregunto… ¿no será que me faltó una etapa uterina en que te completás como mujer y te hacés femenina? ¿Por qué no logro incorporar cosas que todas las mujeres hacen tan naturalmente?

Dicen, y yo estoy de acuerdo, que después de los 30 te asumís más. Como que dejas de querer ser alguien que no sos y decís: “Ta. No voy a leer el Quijote entero. Listo”. O ta, ya no voy a ser famoso. Ni rico. Ni siquiera voy a hacer ese posgrado en Europa y tampoco voy a aprender chino, por mucho que aumenten las relaciones bilaterales…. Como que decís: “Soy así. Punto”.

A mí me pasó eso con casi todo, menos con los cuidados femeninos. Sigo envidiando a las mujeres que se abrochan el soutien en la espalda, se ponen crema de cuerpo y crema de manos y se sacan las cejas con regularidad.

Yo me entero de que tengo que cortarme las uñas de los pies cuando el roce me hace sangrar los dedos y se me ensucia la media. Siempre ando con un involuntario estilo Frida Kalho y, jamás, jamás, pude ponerme crema de cuerpo concienzudamente.

Compro cremas a troche y moche. Cada vez que aparece una, renuevo mi esperanza de cambiar. “Esta parece tan buena… Esta sí que me la pongo” pienso. Y me la pongo… los primeros tres días. Cuatro si ando con algún amorío.

Las cremas se endurecen. Las etiquetas se decoloran. Pero no las tiro. Las conservo. Tanto como mi esperanza de ponérmelas.

Hace rato que cumplí 30 y ya quiero decir: “Ta. Soy una mujer que no se pone cremas. Seré áspera hasta el fin de los días”. Pero no lo logro.

Yo sé que a vos te parece una pavada, pero las cremas de cuerpo, en mi vida, vienen siendo ese delgado límite que separa el aceptarse a uno mismo del querer ser mejor. Por eso me compré esta Nivea.

sábado, 10 de abril de 2010

Regresa a mí

A los gimnasios hay que agarrarles la mano, pero al final tienen su encanto. A los que son de mujeres, acuden básicamente cuatro tipos de poblaciones.

a. la población consciente del cuidado del cuerpo (franca minoría).
b. la que busca adelgazar.
c. la abandonada por su pareja.
d. la población donde confluyen b. y c.

Las explicaciones posturales de los profes, en general, van dirigidas al primer grupo. El punchi punchi, las volteretas y los saltos son para hacer sentir bien a las gorditas. Y los estiramientos, indefectiblemente, están pensados para las abandonadas.

Las abandonadas son una población fácilmente identificable:

Van todos los días.
Se quedan a varias clases.
A la semana pesan cinco kilos menos.
Al mes son otras personas.

Creo que los dueños de los gimnasios detectaron las potencialidades de la población "abandonadas" y decidieron retenerlas con un sutil mecanismo emocional: les crearon un momento de descarga. Solo así se explica que la mayoría tengamos que hacer los estiramientos escuchando la canción “Regresa a mí” (Unbreak my heart).

En ese momento preciso en que sentís que no podés más, cuando ya sudaste la gota gorda para ponerte más linda y te preguntás si vale la pena tanto esfuerzo, si vendrás mañana también… justo ahí te mandan a la colchoneta y te hacen escuchar a Toni Braxton: “Regresa a míiiiii / quiéreme otra vez / borra el dolor que al irte me dio cuando te separaste de míiiii / dime que síiiiiiii / ya no quiero llorar / regresa a míiiii”.

Muchas colchonetas se mojan por transpiración, pero no menos son las que se humedecen por las canciones lacrimógenas que nos hacen escuchar al final.

En un punto me impresiona el final de las clases… Todas ahí, tiradas en el piso, despeinadas, vestidas con camisetas con nombres de ciudades de los viajes que hicieron otros... Y pensando en hombres.

Porque las gorditas nos mimetizamos con el sentimiento de abandono. Quien más quien menos, todo el mundo puede evocar una pena de ese tipo. O como yo, desear que al menos nos suceda eso... Entonces el gimnasio tiene su momento de encanto.

viernes, 2 de abril de 2010

Mentime que te gusto

Antes, yo creía que era amorosa. Con la terapia supe que no. ¡Minga de amorosa! Parece que lo que tengo es un afán desmedido por agradar. Antes yo me gustaba, me veía buena. Ahora sé que tengo un problema: necesito de la aprobación ajena.

El otro día por ejemplo. Vengo por 18 y veo a un viejito que busca algo en el piso. Me detengo, lo ayudo a buscar la pieza de su lente y la encuentro.

- ¡Usted es magnífica!- me dice el hombre todo agradecido cuando se la doy.

Y mi primer reflejo es alegrarme, pero después pienso… pucha ¿lo habré hecho de buena o solo para escuchar que soy magnífica?

Y así todo. Ahora dudo de mi autenticidad… Porque debo admitir que mi deseo de agradar es bastante patológico. Y el primer paso es admitir, como siempre dicen.

Hace unos días me descubrí diciéndole a Marialaura:

- Pongamos que me muero mañana en un accidente. Nadie tiene mis contraseñas de correo. Mucha gente no se va a enterar de mi muerte y me va a escribir y va a pensar que soy una antipática que no responde… Yo tendría que darte mis contraseñas por las dudas.

- Bueno… Te prometo que te contesto toooooodos los mails cuando te mueras- se burla Marialaura.

- Ta. Solo espero que no te accidentes conmigo, porque entonces tendríamos que dejárselas a un tercero…

Mi deseo de agradar es bastante irrefrenable. Si me cruzo con una pareja y el hombre me mira más de la cuenta, nunca me siento elogiada o deseada. Solo pienso: “Imbécil, por tu culpa, ahora tu mujer nunca me querrá”. Y así todo.

A veces hago el intento de cambiar, pero me voy para el otro lado. Si no, que lo diga Andrea. Hace poco me pidió que la acompañara a ver un apartamento para comprar. Yo detesto el mercado inmobiliario y se lo recordé:

- Andre, yo firmé mi contrato sin haber visto la casa donde vivo. ¿Cómo me pedís que vaya a ver una para vos?

Pero insistió y, por agradarle, me subí al ómnibus con ella. Pagué el boleto y cuando me fui a sentar, reaccioné. Junté valor y arranqué para la puerta de atrás. Apreté el botón y mientras esperaba para bajar traté de explicarle medio a los gritos:

- ¡Perdoname Andre! Pero estoy pagando mucho dinero en terapia como para no trabajar estos temas. Yo odio mirar casas. ¡Entendeme!

Nunca entendió. La pobre se quedó sola en el ómnibus y yo en la vereda, también medio desconcertada... Es lo que tiene la terapia… te saca unos problemas y te encaja unos cuantos más. Tiene un lado bueno y un lado malo, como todo.

Por ejemplo, ahora ya no me veo como una amorosa, es cierto. Pero al menos puedo estar tranquila de que Marialaura contestará mis correos. Y seré simpática, incluso, desde el más allá.

jueves, 1 de abril de 2010

Una manito con el trauma

Estaba menstruando y había tomado vino, pero Andrea no lo sabía. Ignorando lo que se venía, se ofreció a acompañarme en el 121.

No me acuerdo cómo saqué el tema, pero aproveché para contarle una vieja frustración.

- A veces pienso: ya tengo 33 y nunca anduve de la mano con nadie.

- ¿Cómo que no?

- Te lo juro. Mi primer novio era como una cabeza más bajo y quedaba horrible andar de la mano. Parecía la madre. Después tuve aquel amor clandestino y menos que menos. Y el resto han sido relaciones insignificantes y horizontales.

- ¿Nunca caminaste de la mano con nadie? ¿En serio?

- Bueno, con mi madre cuando era chica. Después no.

Andrea empezó a intuir lo del vino, estoy segura, y quiso sacarle dramatismo.

- Bueno, tampoco es la gran cosa darse la mano…

- No te creas. Ahora pienso… ¿No será que el problema soy yo? ¿No será que transmito una cosa autosuficiencia o algo así?

- No creo, no.

- A veces, en los viajes de Nuñez, cuando apagan las luces y todos duermen, me vienen ganas de agarrarle la mano al que viaja al lado, a cualquiera… Te quiero decir que la gente no valora ese acto. Y no es algo que pueda hacer cualquiera. Hay que caminar al mismo ritmo, percibir al otro como un “par”... Y de alguna forma es como un símbolo de la unión pero con autonomía.

- ¿Vos estás por menstruar?- adivina Andrea.

- No, ya me vino, pero te juro que esto te lo puedo decir cualquier día: me frustra no haber caminado una maldita cuadra de la mano de alguien que me gustara.

- Bueno, ya te tocará.

- Ta. Mi miedo es ser un tipo de mujer al que los hombres no toman de la mano… Va más allá de la anécdota. Pero ta, no importa.

Nos despedimos en su parada y yo seguí unos minutos más de viaje. Estaba frente a la puerta trasera del ómnibus cuando me habla una señora. Venía cargada con bolsos y con una beba en los brazos. Mientras me señala a un nenito de unos cuatro años, me pregunta:

- ¿Te molestaría agarrarle la mano para ayudarlo a bajar?
- ¡Claro que no! - dije y enseguida me invadió el miedo.

“Este mocoso me va a hacer señas de que no quiere con la cabeza y lo voy a tener que sopapear”, pensé.

Pero no. El angelito se prendió de mi mano. Vino un semáforo y nos quedamos agarrados. Yo lo apretaba fuerte, como para que no le diera por dudar.

Cuando bajamos lo solté, le sonreí y arranqué a caminar fascinada por la magia del universo… ¡Justo ese día, después de esa charla, me toca agarrar la mano de alguien!... ¡Qué coincidente todo! Por un buen rato ni se me ocurrió pensar que la señora debía de haber viajado en el asiento de atrás.