lunes, 24 de octubre de 2011

Una, y la telenovela en el Abitab

Vos también sabés las pocas chances que tiene una mujer como yo de encontrar a su “roto” (o a su “descosido”, nunca supe cuál es cuál) a esta altura de la vida.

Una como que ya lo asumió, pero ahí sigue la mamá de una, preguntando cada domingo si saliste y si “conociste a alguien”.

— No, mamá… Bah, conocí a varias personas pero no del tipo que vos me estás preguntando.

Después de años de mucha noche y mucho rímel infructuoso, una como que pierde el norte. Entonces, cualquier lugar empieza a parecer un escenario donde es posible encontrarse con el roto.

Bah, tampoco cualquiera. Ponele, acá en Montevideo, con tanta parada y tanto Celeritas, no te va a pasar como en Estados Unidos, que te subís a un taxi y por la otra puerta se sube el roto de tu vida. Eso no. Pero el rollo telenovela que arrastramos desde Grecia Colmenares como que se dispara mal.

He pensado mucho en esto cuando voy a poner saldo en el celular a esos locales de cobranza que siempre están llenos. La mujer que te pregunta el número nunca escucha bien, por el vidrio, y una tiene que repetir el número casi gritando.

Últimamente me pasa que la segunda vez que digo en voz alta mi teléfono se me dispara la telenovela: empiezo a mirar alrededor y a preguntarme «Alguno de estos señores de la fila, ¿no tendrá a bien memorizarlo y ofrecerse por sms a hacerme la costura?»

viernes, 21 de octubre de 2011

Devuélveme la vida

El otro día lo crucé en la peatonal Sarandí.« ¡Qué zarpadas las vueltas de la vida!», pensé.

¿Viste que en la escuela hay una edad en que a las niñas les da mucha vergüenza interactuar con los varones? Bueno, en esa edad llegó Jorgito E. a mi clase.

Venía de una escuela rural que tenía seis alumnos, dijo la maestra.

A los pocos días, una reunión de padres iba a cambiar mi vida para siempre. En la estrategia participaron las siguientes personas:
a) la maestra,
b) mi madre,
c) la madre de Jorgito E.

Me llamaron para hablar y me dijeron que tenía que jugar con Jorgito, que él no se estaba adaptando bien y que volvía a su casa llorando. Había que revertir la situación, me trasmitieron.

Yo era la listilla, la popular, la de la Cruz Roja que además habla en los actos. Y se me encomendó una misión humanitaria, propiamente.

Para estar a la altura tuve que pelear contra la vergüenza e ignorar las bromas. Lo hice y jugué con Jorgito E. todas las tardes durante un tiempo, hasta que lo empezaron a invitar a los cumpleaños y eso.

Pasaron como veinticinco años y el otro día me lo crucé en la peatonal, te decía. Bronceado, altísimo y muy atlético. Está casado con una mujer preciosa, tiene dos hijitos y mucho dinero. Es lo que la gente definiría como un hombre exitoso, sencillamente.

Yo, por mi parte, me quedé sola, gano un sueldo de sobrevivencia y voy a terapia porque solo logro hacer amistades patológicas con los hombres.

No le di mucho detalle de mi vida y lo despedí con cariño, claro. Pero después de que caminé unos pasos tuve como ganas y girar y gritarle:

—¡Devuélveme mi vida, Jorgito!

miércoles, 19 de octubre de 2011

El conocimiento: he ahí el problema

Cada vez que entro a la piscina del club, me acuerdo de mi problema. Y si justo hay algún pibe que esté bueno, me estiro la malla disimuladamente.

Ahora tengo un problema porque lo sé. Antes no lo tenía, pero un día pasó esto:

Era verano y estábamos en la Barra del Chuy. Gaby tenía un grano horrible en la entrepierna y le dolía. Tuvo que ir a la policlínica, me acuerdo.

— Dice el doctor que no me preocupe, que es un pelo dado vuelta —me explicó.

— ¿Un pelo dado vuelta? ¿Cómo? —pregunté.

No podía entender cómo un pelo podía darse vuelta y convertirse en aquello.

— Sí, un pelo dado vuelta que se infecta. ¿Vos nunca tuviste un pelo dado vuelta?

— Yo no. Nunca —aseguré.

Como a los dos días me estaba sacando la arena en la ducha de afuera y me moví la malla. Gaby esperaba su turno y en una me grita:

— ¡Eso es un pelo dado vuelta, mija! ¡Y eso! ¿Cómo que no tenés? ¡Tenés muchos más que yo!

Me miré sorprendida. Yo creía que la piel de ahí era así, como con puntitos negros.

— Son puntos negros —repliqué estirándome para verme mejor.

— No, mija, no. Son pelos que en vez de salir como deberían, crecen para adentro.

— ¡Pa! —alcancé a decir, pero me quedé pensando.

Ni siquiera sabía que eso podía pasar. ¿Cómo una persona vive treinta años ignorando que tiene pelos dados vuelta?, me pregunté.

Ahora tendría que:

1) vivir con el temor de que un día me saliera un grano como el de Gaby.

2) sentir la compulsión de taparlos, porque ahora sabía que eran pelos (y encima desviados, mal hechos).

3) asumir que mi cuerpo albergaba tanto error de información genética en una zona tan reducida.

4) corroborar, una vez más, que toda mi desinteligencia terminaba confluyendo en el pubis.

Cerré la ducha y me estiré la malla, como hago ahora cuando entro a la piscina del club, mientras miro si hay algún pibe que esté bueno.