domingo, 31 de agosto de 2008

Antena de goma

Ayudada por la cerveza, yo también terminé riéndome del tema, pero la mayoría de las veces no ha sido gracioso.

La charla siempre empieza igual: yo y mi soltería crónica. A veces a mis contertulios les da por buscar causas psicológicas profundas y yo los atajo con un recuerdo terminante: en mi tierna adolescencia, mi padre ya me decía “antena de goma” porque, cito textual, “no agarraba nada”.

Y como una antena de goma que emitiera señales residuales, siempre me pasan estas cosas. El primer caso ocurrió en mis años de facultad. En Taller de Fotografía me mandaron hacer un trabajo sobre cuida-coches y yo le pedí al de mi cuadra que me sirviera de modelo.

El hombre tenía unos sesenta años y una silla de ruedas eléctrica. Las primeras charlas fueron de cordialidad, pero en algún momento él recibió una señal errónea y empezó a acosarme. Me tomaba la mano y me decía cosas que me provocaban tantas ganas de huir como culpa por no ser amable con un minusválido.

Empecé a evitar salir de casa y la situación me trastornó al punto de que todos se solidarizaron conmigo. Incluso llegué a capitalizarlo, por ejemplo, cuando mis hermanos me pedían que fuera al super.

-No puedo. El cuidacoches todavía está ahí-me excusaba.

El segundo admirador que restringió mis movimientos era sereno en el puerto. También tenía edad para ser mi padre y debe de haber confundido la confesión de mi carácter miedoso con un pedido de compañía.

Ruben se llamaba. Me esperaba todos los santos días y se tomaba ómnibus que no le servían para acompañarme hasta la radio. Una vez me tomé licencia y la señora que corta el fiambre en el super me tocó timbre.

-Es que Ruben me pidió que averiguara si estaba enferma o algo- me explicó.

El hombre me regaló un llavero con la leyenda “I love you” y yo tardé en lograr que captara la no correspondencia de las “ondas”.

La charla del sábado empezó por el actual admirador callejero que, como los anteriores, me hace cambiar mis caminos habituales. Este vende bolas de fraile en la esquina y yo lo entrevisté para una nota. Desde ese día, el saludo fue creciendo en amabilidad y ahora me da los buenos días con un beso muy sonoro y con dos bolas de fraile que me regala “para que acompañe el té”.

Yo no sé qué hacer con las bolas. No me gustan y no me animo a rechazarlas ni a tirarlas. Al principio se las traía a mi hermano, pero ahora ni él las quiere.

Ya no estoy a tiempo de confesarle que no como bolas de fraile. Entonces, cuando no estoy retrasada, doy toda la vuelta a la manzana para evitar empezar el día con un problema en la mano: dos bolas embolsadas y sin destino.

Sé que después logro zafar de estas situaciones, pero padezco el mientras tanto. Y no dejo de querer convertirme en una antena normal, para empezar emitir las señales correctas.

Entre tanto, despierto la risa de algunos y la compasión de otros. O inspiro versos como los que me escribió Cote. Estos se intitulan “Las bolas dulces”:

las bolas que me das,
la bola que me das,
no siempre las toco,
me impresionan un poco.

Depende del tamaño,
depende del color
Señor Cuidachoches, no señor!
sus bolas no son,
ni tienen tampoco,
todo el San Son.

Bolas bien dulces, son las que quiero yo

domingo, 3 de agosto de 2008

De abrazos y abrazaderas

La psicóloga me hizo notar mi dificultad para recibir abrazos y mi imposibilidad de pedirlos. Yo acepté esas trabas; muy reales y muy mías.

Los abrazos de verdad, los largos, esos en que los cuerpos tardan segundos en separarse, me dan miedo, no los resisto… Me estresa abrazar. Y a la gente le da gracia cuando lo cuento.

Otro estrés que a veces provoca risas es el que me produce llamar al garrafero. Pagaría el precio de la garrafa y un plus para que alguien reciba por mí al garrafero.

No puedo subir en el ascensor sin cruzar palabra con el hombre que viene cargando una cosa pesadísima para mí. Necesito ser amable, preguntarle si el día ha sido muy duro, o interesarme por su salud, por su familia.

Al final, cuando lo despido, siempre pienso “No fue tan grave”, pero la siguiente garrafa que hay que comprar… Ufff… Deseo que alguien socialice por mí con el garrafero.

Hoy no pude retrasar el llamado porque el frío estaba imposible y la estufa empezó a largar olor a gas. Mucho. “Esta vez será peor, porque no es un intercambio ‘dinero-garrafa’. Hay un problema para solucionar, tendremos que estar un rato…Más estrés", me imaginé.

Apareció un muchacho de lo más buen mozo. Alto, fuerte. Le expliqué el problema y le indiqué la ubicación de mi cuarto, donde estaba la estufa.

- A vos lo que te falta es una abrazadera- sentenció.

Me acordé de mi psicóloga y no le respondí.

- ¿Sabés lo que es una abrazadera?- preguntó.

Negué con la cabeza.

- Vení que te muestro- me pidió.

Me acerqué tímida, consciente de que las palabras son solo eso y de que hay un camino largo entre la necesidad de ser amable y el ponerse a los mimos con el garrafero.

Me mostró la “abrazadera” que estaba en mi estufa (un metal redondo y chiquito) y me explicó que hacía falta otra.

- Es que estás teniendo una pérdida. Y necesitás algo que te apriete bien.

"Basta de recordarme verdades sobre mi vida… hacé el trabajo y listo”, pensé. Pero fui amable:

- ¿Vos me podés dar una? ¿O vender?

- Sí, claro. Pero la tengo abajo. Tenemos que ir a buscarla.

Otra vez el estrés del ascensor juntos. El que no quiere sopa…

Me dio la "abrazadera" en la vereda y me preguntó:

- ¿Querés que suba y te la ponga?

"Ahhh bueno", me dije. "Ya esto se está poniendo castaño oscuro".

- No hace falta. Puedo sola- le mentí.

Subí. Intenté poner la abrazadera y no pude. Otra vez, no pude. Intenté colocar, al menos, la válvula. Tampoco pude.

"La que queda es acostarme para no morir congelada”, concluí. Y me metí en las sábanas heladas… Todo por no ser capaz de aceptar que me pongan la abrazadera. O de que me abracen.