jueves, 25 de septiembre de 2008

como mi país

inhabilité a la derecha y estoy explorando hasta dónde puedo llegar con la izquierda

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Tendinitis

Ahora consulta al cirujano plástico, con pase.

En la sala de espera, frente a mí, una pareja. No se sacaron las camperas, son sesentones y gorditos. Ella apoya la cartera negra sobre la bolsa de las placas. Él tiene los lentes apoyados en la barriga. En el medio de los asientos, él le sostiene una mano y se la acaricia. Le acaricia un dedo, más precisamente. A veces lleva la caricia desde la muñeca hasta la punta del índice de la señora. Va y viene la caricia. Va y viene… A ella parece darle lo mismo... No entienden por qué los miro así.

De a ratos me aburro y planeo mi entrada al consultorio. Es mi primera vez con un cirujano plástico. Cuando me pregunte el motivo de la consulta, sería divertido asustarlo… Por ejemplo, poner cara de loca y decirle fuerte: “¿Me estásss jodieeeeendooo? ¿Te hacés el que no se notaaa?”

No me animo. Apenas me atrevo a bromear: “Me dijo el traumatólogo que usted puede ocuparse de las partes blandas”. Se sonríe, me advierte que no de todas, le digo que lo sospechaba.

Le extiendo mi mano: “No puedo más. Empieza en el hombro pero termina acá”, le explico, y le señalo mi mano derecha.

No me toca. Pregunta muchas cosas y después sugiere: “Reposo. Inmovilizar el brazo por tres semanas y fisioterapia”.

No levanto la mano de la mesa. Me duele. Quiero que me la acaricie como hace el señor que está afuera, por favor. No se lo digo, pero la dejo ahí. Extendida, suplicante. Me duele.

Me dice y me repite que no podré escribir nada en ese tiempo. Le pido que ya no me castigue en las partes blandas. Se ríe. Me voy.

Me acaricio la mano en el ómnibus.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Así nomás

Yo soy la señorita “Así nomás”. En el mundo de la materia, me caracteriza el método “a la que te criaste”, que comúnmente se distingue por el uso de la frase “yo creo que así funciona igual”. Me di cuenta de esto cuando conocí a Daniel, hace cinco años. Daniel es el señorito “Lo mejor posible”.

Los dos tenemos ventajas y desventajas. Por ejemplo, él pierde media tarde tendiendo la ropa. Incluso con los poco simétricos calzoncillos hace gala de una precisión matemática irreproducible para cualquier otro humano.

Yo tiendo la ropa en cinco minutos. Y cuando la voy a buscar demoro menos aún, porque la mitad se vuela a otros edificios, o queda toda embarrada en el piso y hay que tirarla, porque lleva como veinte días ahí.

Daniel hace las cosas bien, mide, planifica… Yo hago ayuno de todo esfuerzo.

Hace un tiempo se me ocurrió que, en vez de ropero, quería tener cuatro cubos para hacer una montañita de cubos de colores. Pero no se lo comenté a Daniel.

- Mami, quiero cuatro cubos para poner la ropa dentro.
- ¿Ropa dentro de cubos? ¿Y por dónde la metés?
- Ahh, mami!!! Serían cubos carentes de uno de sus lados. ¿entendés?
- Bueno… ¿y de qué medida? ¿Sacaste la medida?

No tenía idea, pero me imaginé mentalmente tres baldosas y arriesgué:

- De sesenta por sesenta.
- ¿No serán muy grandes?
- No, no. Así me entran los zapatos también.

Los cubos viajaron desde Treinta y Tres con sus sesenta por sesenta. El fletero me los dejó en la puerta de entrada y hasta ahí todo bien, pero cuando los quise subir… Ups… No pasaron por la puerta. Fue apenitas, por un poquito nomás… Pero no pasaron.

Ahora hace meses que los cubos esperan desconcertados que les llegue algún destino, mamá repite su “yo te dije” y yo miento que el carpintero le erró.

Como siempre, espero que venga Daniel y lo arregle todo. Es que en la vida de todo “Así nomás” tiene que haber al menos un “Lo mejor posible”.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Autoestima

No sé por qué tardé tanto esa vez, pero me llevó como una semana enamorarme de ese profesor de inglés. Eran clases individuales y diarias, así que pasábamos más de diez horas semanales face to face, only us, only nos dois.

A la tercera semana ya teníamos confianza y yo quería que él notara mis intenciones. Entonces llevé la charla por los caminos de siempre, aunque en inglés, claro.

Hablábamos de mi soltería y él me comentó que le parecía raro que no tuviera novio. Yo me jugué a que una buena victimización podía funcionar y le dije que tenía problemas de autoestima.
- Yo nunca vi a una persona con problemas de autoestima con la ropa tan apretada- dijo con toda la espontaneidad del mundo.

Era demasiado humillante, entonces le respondí con un “What?”

- Nothing- se reprimió. Y empezamos el Fill in the blanks.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Shiatzu Zen

La técnica del masaje se llama Shiatzu Zen. La masajista, Silvia.

Me la recomendó mi amiga Karina . Yo la llamé, agendé y (como casi siempre) cancelé el día antes.

Ella le dijo a Karina que mi actitud era muy típica de las personas evasivas.

Karina me lo contó.

Al otro día la llamé de nuevo y fui. (No sé si será una estrategia de marketing pero conmigo funcionó, evasiva será tu madrina).

Empezamos la sesión y me preguntó mi signo en el horóscopo occidental y en el chino.

-Esta es tu última reencarnación- sentenció.

- ¿Por qué decís eso?

- Para los chinos, esta es tu última vida antes de la Iluminación. Si te portaste bien, claro. Si te portaste mal, empiezas de nuevo a reencarnarte pero en el escalafón más bajo. Puede ser una cucaracha o un pez.

Menuda encrucijada. Porque ya había hecho pedidos para mis próximas diez reencarnaciones, por lo menos. Ser hombre, bailarina, millonaria, mochilera, africana, bibliotecaria…

- Vas necesitando cada vez menos de la materia, del cuerpo- me explicó.

"Ese debe de ser el motivo de una vida tan asexuada", especulé en silencio, mientras me acomodaba en la colchoneta.

Me frotó con las manos y con los pies, me contorsionó, me movió, me hizo girar la cabeza, me masajeó los dedos, me acarició el pelo y al final me dijo "gracias".

Me enderecé mucho más cerca de la Iluminación que de la cucaracha. Fue el efecto del masaje y también de la certeza de que, por más evasivo que sea uno, acá y en la China, no hay mejor cura que la mano del otro. Aunque haya que pagar por ella.

Superficial

Las mujeres del gimnasio creen que soy un desastre y me lo hacen saber. Al principio todas me preguntaban por qué no usaba soutien y me pronosticaban unas consecuencias horribles por la acción de la gravedad sobre las glándulas mamarias. “No me importa que se caigan”, respondía yo, como diciendo “no pensarás que voy a empezar a comprar soutienes después de los 30”.

También les costó aceptar que caminara sin chinelas en el piso húmedo. “Yo no creo en los hongos”, les explicaba, antes de escuchar a la veterana que replicaba “Ahhh, pero que los hay, los hay”.

En general les cuesta entender mi manía de sacarme dos buzos de una sola vez. Y mi argumento no las convence. Les digo que llevan tanto rato juntitos que me da pena separarlos. “Es más, cuando los meta en la lavadora también los pondré así, uno adentro del otro. Y los tiendo así en la cuerda, para que no sufran”. Se sonríen pero sienten pena por mí. Me doy cuenta.

Por momentos me hacen sentir la peor del vestuario, como cuando me olvido de la bombacha y tengo que ponerme el pantalón con cara de convencida, del tipo “esto también es por elección”.

Últimamente me olvido de casi todo. No sólo de la bombacha sino del shampoo y del desodorante. A veces ya estoy envuelta en la toalla cuando advierto la falta. Entonces mendigo unas gotas de algo para usar como gel de ducha y un poquito de desodorante, si no es molestia.

En general me dan sin problemas, debo admitir, pero después me ven perfumarme y maquillarme con todos los implementos (que jamás me faltan) y siento vergüenza. Y un poco de injusticia en sus miradas. Me dan ganas de preguntar: ¿Qué? ¿Acaso soy la única en este recinto que se ocupa de lo superficial y descuida lo importante?

viernes, 5 de septiembre de 2008

¿En serio?

La raza se llama cóquer, creo. El Negro era de esos perros de orejas enormes, que llegan al piso.

Siempre fue problemático. De chico metía las orejas en la leche y, después de que tomaba, las arrastraba y ensuciaba todo.

Además se le infectaban los oídos. Según el veterinario, las orejas le daban tanto, tanto calor, que los oídos no resistían. Había que darle antibióticos (todo un trabajo) y ponerle un palillo de ropa arriba de la cabeza, sosteniendo las orejas por sus puntas.

Tener un perro con un palillo de ropa en la cabeza ya no era muy lindo, pero además el Negro era cascarrabias y mordía y no hacía caso ninguno.

Lo atábamos de la columna del patio y siempre saltaba el muro y quedaba del lado del vecino. Pero como la cuerda no le daba para llegar al piso del otro lado, quedaba colgado en el aire y chillaba hasta que venía alguien y lo auxiliaba. No sé si no podía acumular conocimiento o era masoquista, pero lo repetía todo el tiempo.

Según la teoría de mi madre, el Negro era normal mientras fue cachorro, pero quedó bobo después de que tuvo “la joven edad” (la enfermedad con el nombre más lindo que conozco).

Una Navidad nos fuimos a Rosario y le dejamos comida y agua para tres días. Lo dejamos atado, pero cuando volvimos ya no había más Negro. Había saltado el muro y esta vez, con los cuetes y la música, nadie lo escuchó chillar.

En casa no lamentamos demasiado la pérdida, aunque fingimos que sí. Yo al Negro lo recuerdo cuando me junto con amigos terapiados y empieza la inevitable competencia de experiencias traumáticas. Siempre guardo ese as bajo la manga y en el momento justo, largo un:

_ A mí se me suicidó el perro en Navidad.

La respuesta siempre es la misma:

_ ¿En serio?