lunes, 13 de mayo de 2013

Amante

- No es mi amigo. Ya te dije. Es mi amante. A mis amigos yo los elijo. 
- ¿Y a tus amantes?
- Me los manda Dios. 

domingo, 12 de mayo de 2013

Aplausos para Jane




Cuando vinimos a vivir a Montevideo me anoté en un gimnasio. Mi hermana, más ahorrativa y con más voluntad, hacía ejercicios en el apartamento.

Había conseguido un libro viejo de Jane Fonda y, como lo tenía que devolver, se le ocurrió grabar un casete. Así, todas las tardes se escuchaba dándose a sí misma unas indicaciones muy detalladas, en un acto que era —para mí— muy gracioso.

La propia Jane Fonda con sus calentadores del libro me daba risa. Yo estaba en esa etapa de soberbia infundada que le viene a uno  solo porque es joven. Y ta: me reía de Jane Fonda. Me parecía tan vieja, sus ejercicios me parecían tan pasados de moda, el libro era en blanco y negro, todo era tan que no daba…

En un momento el casete decía: «Abrimos las piernas, baja la espalda y caen los brazos al medio, caen, caen… Y ahora subimos los brazos y los bajamos, los subimos y los bajamos, como si recogiéramos hierba». Esa era mi parte favorita, en la que me reía más, la de «recoger hierba».

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Hoy en el cine dieron una con Jane Fonda, que no sé cuántos años tiene pero son muchos, cerca de 80. Y qué te cuento que la señora tiene un cuerpazo que te querés matar de la envidia.

Si no fuera tan tarde tendría que llamar a mi hermana y preguntarle dónde quedó el casete, quién tiene ese libro. Y después hacer esa gimnasia hasta el fin de mis días. Porque, o los ejercicios son los mejores posta, o la hierba le pega demasiado bien a Jane.

lunes, 6 de mayo de 2013

Marina la precavida; yo la lista


Con Marina decidimos compartir el apartamento en 2003. Hasta 2007, recuerdo, ella atesoraba, cronológicamente, los recibos de Ute y Antel.

Aunque es de acá, Marina le teme a los juicios insólitos cual nacido en Manhattan, y te guarda todos los comprobantes. Para siempre.

—Marina: incluso si se diera el caso de que necesitáramos un recibo de UTE del año 2003 —yo hacía un esfuerzo de imaginación —: ponele que alguien se raya y va al juzgado y nos acusa de que ese año estuvimos colgadas de la red… En la desesperación, ¡ni vamos a encontrar estos recibos, no sé para qué los guardamos!

Ella hacía como que no oía y guardaba todo. Yo los tengo todavía. La documentación de esta casa entre 2003 y 2007 está completa en una carpeta azul.

Cuando Marina se fue a Inglaterra quise ser desprevenida. Ahí mismo en el Abitab. Iba, la mujer me cobraba y yo empezaba a rumbear para la puerta antes de que me devolviera los recibos con el sellito. Cuando me gritaba: “¡Señora, sus recibos!” yo sobraba desde la puerta:

—¡Tiralos! ¡Yastá!

Si quien me atendía se ponía firme en que me los tenía que llevar, yo agarraba los recibos de mala gana y los metía en la papelera más cercana a sus ojos, como diciéndole: “Esto es un país moderno, ingenuo”.

Pero Dios quiere a los precavidos. El mes pasado pagué Antel y este mes… OPA OPA. Debía todo de nuevo. Ahora vendrá la tontería repetir en los bares que las empresas públicas son un desastre, y la sensatez de seguir extrañando a Marina.

viernes, 3 de mayo de 2013

Un gran descubrimiento

En las reuniones familiares siempre hago el mismo cuento. Resulta que papá, mientras estuvo casado con mi madre, se enamoraba mucho de otras. Tenía ese problema el santito. Y cada dos o tres años se iba de casa.

Cuando los hijos tuvimos edad de preguntar, solemnemente nos reunió para hablar. Nos sentamos en la cama grande y él, nervioso, empezó a explicarnos por qué se iba de casa:

—Hay cosas que he aguantado mucho tiempo y que no soporto más —empezó.
—¿Qué cosas? —se animó mi hermana grande.
—Por ejemplo: lo desordenada que es mamá —soltó.

Aunque éramos muy chicos, nos sorprendió el argumento, estoy segura, porque lo miramos como pidiendo más. Y él siguió:

—A veces tengo que ir a trabajar y no encuentro nada en ese ropero, siempre está todo desordenado —se quejó y me ordenó: —Andá vos, Maru. Abrí el ropero para que lo puedan ver.  Abrilo, dale.

Me levanté y, con la tensión de quien va a descubrir un original de Dalí, giré la llave y abrí el ropero de mis padres. Los estantes parecían los de una tienda de shopping. La ropa estaba ordenada hasta por colores.

El otro día estábamos en casa de mi tía Susana y nos volvimos a reír del oportunismo malicioso de mamá, ese que la hizo arreglar el ropero justo el día en que papá se iba. Y por alguna razón empezamos a hacer una estadística familiar:

Mamá

Ana
Desordenada

Ordenada
Divorciada

casada

Elsa

Ordenada

casada

Marcia

Desordenada

separada

Maru

Desordenada

soltera

Susana

Desordenada

divorciada

Natalia

Ordenada

tiene pareja

Florencia

Desordenada

soltera

Con mucho asombro, seguimos la regla con otras tías y amigas, y pa, qué salado: pasa algo muy serio entre los hombres y el orden. No es que ellos sean ordenados, sino que buscan mujeres que les provean orden. ¡Dios, es tan claro! Y nosotras, ignorantes, ¡hacíamos dietas!

***

Hoy me llamó mamá:
—¿Adiviná qué? Estoy arreglando la ropa.
—Igual ya no va a volver—bromeé.
Y nos volvimos a reír.

Solo sé que no cenaba

No me quiero poner a filosofar, pero estamos teniendo comportamientos raros. Yo aviso nomás.

Es raro que pares de comer un chivito para sacarle una foto y tuitear que te estás comiendo un chivito y mirá qué pinta que tiene.

Mínimo, me parece, terminá de gozar y después dame envidia con el cuento entero.

Otra cosa muy rara es el contagio de “Pensemos la cena” que le ataca a la gente en el ómnibus a eso de las 19.00 o 19.30 horas. “Qué hacés. Ya estoy en el ómnibus, sí. Cuchame, ¿qué comemos hoy? ¿Qué decís vos? En la heladera hay panchos. ¿Te parece que lleve pan y panceta? ¿O preferís con muzarella? No. Decime vos qué preferís”.

A mí me vienen ganas de opinarle: “Panceta de noche, ¿te parece? Y ojo con los embutidos, mirá que tienen pila de sodio”. Pero no tengo tiempo de opinar nada porque enseguida que corta uno, llama otro: “Amor, sí ya estoy llegando. Fijate qué hay, a ver qué llevo. Ahhh sí, me había olvidado que estaban esas milanesas. ¿Qué decís? ¿Milanesas con qué? Ahh, sí pero a Flo no le gusta. Mejor las papas nomás”.

“La papa de noche engorda horrible”, me digo recordando la dieta circadiana, y enseguida el de al lado recuerda un detalle: “Gorda, me olvidé de preguntarte, ¿vos ya compraste pan o llevo ahora? Ta, ta. ¿Alcanzará con eso? Dale. Bebida hay, ¿no?”

La mayoría habla muchos minutos. Yo tengo tarjetero y me pone nerviosa que no corten. Pienso: “ta, ta, cortá y cuando llegues lo resuelven. Si estás a 10 minutos, le dijiste”. Además no es solo el gasto. ¿No escuchaste que el celular emite unas ondas cancerígenas horribles?

Miro a ver si tengo algún mensaje. Cero, niente. Parece que en este ómnibus soy la única que no habla por celular y la única que no tiene con quién compartir la comida. ¡Qué tristeza! “Al menos estoy protegida de las radiaciones cancerígenas”, me consuelo.

“Podría bajarme acá y comerme un buen chivito”, pienso. Pero me doy cuenta de que sería un sinsentido: no tengo cámara en el celu para poder mostrarlo. Además, yo no cenaba.