sábado, 18 de julio de 2009

adentro y afuera

Venía por 18 de Julio caminando, pero sobretodo pensando, pensando. Iba ensayando en mi cabeza cómo contar en la oficina la imagen que me había hecho gracia un rato antes.

La historia, si somos rigurosos, se remontaba al día en que, vaya uno a saber cómo, la placa de bronce del portero eléctrico dejó de tener el timbre de mi apartamento. Nadie me avisó que la hubieran cambiado. Sucedió y no me quejé.

La gente que viene a mi casa tuvo que empezar a llamarme por teléfono desde la puerta o tocar en el 401, un timbre que (nunca supe por qué) suena a la misma vez en el 401 y en el 402.

Pero en el servicio donde pido la garrafa tienen mi dirección correcta: apartamento 402. Así, los garraferos llegan, no ven el timbre y se enojan mucho, como este que vino por último.

El hombre medía como dos metros, era bastante gordo y tenía un mameluco todo sucio. Después de superar el contratiempo del timbre, subió muy malhumorado con mi garrafa. Rezongó, rezongó y antes de irse sacó algo de un bolsillo.

- Tomá. Me olvidaba. Esto es la promoción que hay - me dijo, todavía con voz de recio, mientras tiraba un sobrecito de sopa todo arrugado encima de la mesa.

No sé bien por qué me pareció tan ridícula la escena, pero me disponía a contarla en la oficina.

Caminaba y buscaba en mi cabeza las mejores palabras para que resultara gracioso. Me imaginaba los movimientos con los que iba a imitar al garrafero y, de repente, a dos metros de mí, un muchacho le quita la cartera a una señora, la señora grita, su marido corre atrás del muchacho, forcejean, se caen al piso en mitad de la calle, los autos frenan, el muchazo golpea al señor y se escapa, el señor no se puede levantar, la gente lo ayuda, el muchacho corre con la cartera…

Todo en cinco segundos. Y yo parada ahí, mirando, sacada a la fuerza de mi cuento del garrafero y puesta, una vez más, ante la evidencia irrefutable de que las cosas que de verdad merecen un cuento no suceden en mi cabeza, sino fuera.

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