jueves, 31 de julio de 2008

Con flores vengo

Yo tenía 15. Él 31. Él caminaba desgarbado y andaba pelilargo, desprolijo. Yo hacía teatro y me quería ir al Tibet. Él era profesor de Literatura.

Nunca me dio clases, jamás le conocí la voz. Sólo lo vi y decidí enamorarme. Lo seguía a su casa, provocaba encuentros en la biblioteca, lo dibujaba en mis cuadernos y, sobre todo, le decía a todo el mundo que estaba enamorada.

Él, con todo criterio, no me miraba ni la sombra. Además, vivía con su pareja de años.

Yo no quería traerle problemas, así que cuando decidí mandarle un ramo de flores, se lo envié al liceo. Ese día, como todos, fui a verlo cuando terminaba su turno. Se subió a la bici, acomodó el portafolios en el manillar y se fue maniobrando con una sola mano, porque en la otra llevaba mis flores. Estaba lloviendo. Y la imagen fue tan linda, que debe de haber sido en ese momento que me convencí de que los amores reales no pueden ser tan buenos como los inventados.

3 comentarios:

Ananda dijo...

Vamos, creo que tienes razón, los únicos amores eternos son aquellos que nunca se consumaron.

Anónimo dijo...

que ternura y que verdad...

pecesdecolores dijo...

discrepo queridas.... los amores reales pueden ser más ....