Un día se me ocurrió bordarle una sábana a mi sobrina, con
su nombre. Nunca había bordado ni cosido, pero imaginaba que no podía ser
difícil.
Compré todo lo que necesitaba y le dije a la mujer
de la mercería:
- -Ya que estoy aprovecho: voy a llevar un cierre
redondo.
- - ¿Cómo redondo?
- -Redondo. Circular. Es para un monedero que es un
San Antonio y se me rompió el cierre.
La mujer me explicó que no, que no era así la cosa. Mientras,
miraba todos los implementos del bordado y pensaba: “va a estragar todo eso”.
Pero la fundita de Julieta quedó con su nombre. Y la cara de la niña también, porque el bordado era tan voluminoso que se le tatuaba parcialmente en la mejilla.
Eso fue hace siete años. Desde entonces nunca nadie me dio ánimos con el bordado, pero yo seguí mi instinto. Sentía que tenía un don.
Hace poco se casaron Silvana y Martín y les bordé las iniciales en unas sábanas: S y M. Pero todo el mundo me empezó a decir que mejor no, que les diera unas sábanas lisas, que la “y” parecía una tanga, que esto y aquello.
-
- Bueno. Me las quedo y me consigo un novio que se llame Sebastián o Santiago –me resigné.
- Bueno. Me las quedo y me consigo un novio que se llame Sebastián o Santiago –me resigné.
En el fondo sabía que si no he conseguido ni uno con erre (un Roberto, un Ricardo) pocas chances tenía de encontrar un Sebastián o Santiago, que son nombres de más jóvenes.
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