sábado, 23 de febrero de 2008

Manchada

La mejor docente de mi escuela, un ícono de la institución, fue maestra de mi hermana. Le voy a decir Mé. Mi hermana me hablaba de ella como se habla de un ídolo y yo aprendí a quererla antes de conocerla. Por eso me emocioné cuando supe que también iba a ser su alumna. En mi historia de estudiante hubo varias figuras de culto, pero la maestra Mé fue la primera, y acaso la más grande.

Cuando el carné con el “Sote Felicitaciones” (de letra y puño de la maestra Mé) había cumplido ya unos 20 años, la vida me puso en un encuentro furtivo con su hijo. Me contó que sus padres estaban de vacaciones y me invitó a su casa. “¡Dios! Pero es la casa de la maestra Mé”, caí en la cuenta, tratando de ocultar mi dilema. Siempre me había preguntado cómo sería su mundo, sus adornos, sus cosas… Ahora tenía la oportunidad de verlo todo y me daba miedo.

- Vamos al cuarto grande porque en el mío hace calor, me dijo.
- Yo no tengo calor, al contrario, busqué persuadirlo.

Pero el hombre ya estaba con los pies descalzos arriba de la cama grande. La cama de mi maestra Mé.

Traté de no mirar demasiado los portarretratos donde aparecía con la túnica de los actos y el prendedor enorme con forma de flor que usaba cuando no se ponía la escarapela. ”Que este muchacho me perdone, pero yo no me puedo desnudar en la cama de la maestra Mé”, pensaba.

- ¿Estás bien?
- Sí. Con un poco de frío…
- ¿Apago el ventilador?
- No, no. ¿Y si vamos a tu cuarto?
- Nooooooo!, exclamó, y me hizo sentarme de frente a él.

Quedé mirando la pared, casi “cara a cara” con el crucifijo enorme, de plata maciza, idéntico al que colgaba en el dormitorio de mis padres.

- Si no apagás la luz ahora, me voy a mi casa, le advertí.

Obedeció sin preguntar nada. Por sus caricias, deduje que buscaba una malformación, un tatuaje o algo así. La mancha estaba en toda parte, pero nunca hubiera podido verla.

- ¿Pasaste bien?
- Bueno Muy Bueno, bromeé al despedirme. Pero tampoco entendió.

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